Parte 56 - Regina

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La noche era profunda y una luna redonda y grande predominaba en el horizonte, casi tocándolo con su figura, iluminando la llanura de verdes praderas que se salpicaban por algún que otro abeto de hojas plateadas y un sendero de tierra. Por aquel traqueteaba una calesa de ébano de cuatro ruedas robustas y grandes que brillaban dejando un polvorín platino de estela a su paso, hechas de la misma negra estructura que el esqueleto base del resto del transporte. La capota, totalmente echada, cubría por completo los asientos que se encaraban en el interior, mullidos y confortables, de un forro dorado, con las paredes internas suavemente anacaradas y con una única luz flotante en el techo, que se movía ingrávida con los movimientos del sendero.

Dos ventanas, recortadas por la capota que hacía de paredes y techo, dejaban entrar una brisa fresca y agitaban las cortinas marrones lo suficiente como para que pudieran tenerse vistazos del interior y del paisaje externo.

En su pescante, sobre un cómodo cojín de dos plazas, con dos brazos de madera de ébano formando espirales protectoras ante movimientos inesperados y la capota de respaldo a sus espaldas, un cochero que habían contratado en Ciudad del Vínculo, perfectamente vestido con su traje chaqueta negro y una corbata entallada naranja, un bombín hasta las grandes cejas grises y achaparrado dentro de su capa, manejaba con las manos enguantadas para protegerse del fresco temporal las bridas de los cuatro caballos que tiraban de la calesa, y chasqueaba la lengua o daba alguna orden tempestiva para guiar a la caballeriza. Los animales, cubiertos los ojos por parches protectores, mordían los bocados que los conectaban unos a otros por correas de negro cuero y tiraban de la única pieza de madera central que llevaba sus arneses y abarraba de la calesa.

- ¡Hiá, rucios! ¡Hiá!

Cuando la llanura empezó a convertirse en agrupaciones boscosas, el cochero sobre su pescante dio un azote más suave a la caballeriza y chasqueó la lengua en repetidas ocasiones hasta que la velocidad fue aminorando, lo suficiente como para internarse en la tupida senda, donde la luz lunar se segmentaba en fragmentos tímidos que asomaba puntualmente, lo suficiente para dar una luminosidad cálida a la noche, tenue al ojo humano, perfecta para el que no lo era.

Por largos minutos, el sendero permaneció abovedado por la foresta, salpicada en verdes, marrones y en una multitud de tonalidades vibrantes que, en la noche, daban una imagen de paraíso refugiado del alcance de la mano del hombre, un recóndito pasaje a la magia y la aventura del que sabe ver en una hoja las vetas que la recorren como riachuelos.

El anciano en el asiento encogió el cuello dentro de las solapas de la capa cuando una ráfaga repentina de viento helado jugó en una trayectoria en espiral dentro de aquel pasaje, azotándole el blanquinoso cabello, amenazando con arrancarle la chistera y abriéndole la capa que él reacomodó con un rápido y diestro movimiento de mano, sin soltar la guía de los caballos con la otra. Tras aquella primera brisa, llegaron ráfagas más persistentes, sibilantes y rugientes, que movían las copas de los árboles y hacían parpadear las luces pálidas de la noche.

Pronto, hubo copos de nieve mezclándose en la vegetación del suelo, acumulándose en los árboles o siendo llevados por el viento y, a medida que más se acercaban al final del camino, mucha más blancura se propagaba y más bajas era la temperatura.

En lo que pareció el trayecto de apenas una hora, el otoño que todavía persistía en algunas partes del mundo y que la calesa dejaba atrás, se había ido convirtiendo en un invierno crudo.

- Condenados cambios estacionales.- Barbotó el hombre, envolviéndose firmemente en la capa y subiéndose las solapas de la chaqueta que tenía por debajo, para protegerse el cuello de las heladas corrientes de aire que arrastraban una blanquinosa bruma compuesta por copos pálidos.- Tan regia como de costumbre.

Prisma - El beso del legionarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora