Coleman apretaba los puños sobre los reposabrazos de la silla, haciendo giros lentos con las muñecas en carne viva, supurando ya sangre, para tratar de desasirse de las ligaduras negras y de hedor concentrado y persistente que parecían vivas: Cuanto más intentaba deshacerse de ellas, más se apretaban. No veía la clase de nudo que tenían, pero debía ser bueno, no sabía de ninguno que creara ese efecto, y estaba convencido de que los amarres de los tobillos que le asían a las patas de la silla, eran distintos, pero del mismo material. El mismo que había encontrado en las pertenencias de El Cazador, que el forense había dictaminado como tripas, tripas humanas y, además, de un caso anterior, el asesinato de un niño de 13 años en un ritual satánico.
Estaba jodido.
Su error había sido confiar en el sistema, pero nadie podría haberle dicho que el comisario del otro condado, estaría comprado. Tan comprado que le tendieron una emboscada cuando iba en auxilio de Felice Wanson. Y no supo nada más de ella, pero esperaba que no hubiera acabado como él: Capturado, torturado y, ahora, después de un tiempo infinito, atado a una silla tras una ducha a presión y que le pusieran absurda ropa elegante. No era el único a la mesa, había otro hombre, demacrado, con las mejillas chupadas, aureolas violáceas bajo los ojos, con la mirada ida, bien vestido, aunque la ropa le quedaba grande, y atado de la misma manera a la silla, frente a él, al otro lado de la mesa. No era una mesa grande, pero sí opulenta, igual que todo el comedor. Tapetes, alfombra, reloj de pared, chimenea, ventanales, cortinas, cuadros, todo era elegante, elegante y caro.
Nada parecido al sótano, el sótano era un mundo aparte, un lugar lleno de gente gimiente y llorosa, gente que había estado buscando por semanas: Alumnos, adolescentes, mujeres y hombres. Los vecinos de Wanson estaban ahí abajo, a veces se los llevaban, luego volvían, solamente podía imaginarse por el estado de sus cuerpos lo que les harían. Había visto, en días, enloquecer a chavales y hombres, gritar por horas o llorar por días, después de una de esas visitas a la planta de arriba. ¿Lo de abajo? Monotonía: Interrogatorios, palizas, torturas tan refinadas que apenas dejaban marcas, pero dolían, aun dolían.
No creía que fuera a salir vivo de aquella, pero se mentalizó para lo que coño quiera que hicieran ahí arriba.
El reloj de la pared era lo bastante ruidoso en el silencio del comedor salón como para embotar el ambiente con su tic-tac, y las llamas de la chimenea bailaban entre crepitaciones calmadas, dando un cariz rocambolesco de belleza aristócrata a aquel infierno. Tomó una bocanada de aire y, viendo que estaban solos desde hacía ya bastante, se inclinó hacia delante y trató de dialogar con el otro prisionero.
- ¿Sabes dónde estamos?- Los ojos enrojecidos del hombre se movieron con el respingo del cuerpo, como sobresaltado por escuchar alguna voz hablándole y, luego, lo miraron, empezando a sonreír con un hilo de baba cayéndole por la comisura, pero eso es todo cuanto hizo, sonreír.- Eh. ¿Estás bien?
- Define bien.
No fue el prisionero el que respondió y, en alerta, Coleman se echó atrás en la silla, hasta pegar la espalda al respaldo, girando la cabeza para mirar a través de uno de los ojos hinchados y el otro sano a la puerta, que estaba desde el inicio abierta, pero solamente se podía ver una porción de pasillo. Hasta allí le habían llevado con los ojos vendados, solamente le quitaron la venda al sentarlo y atarlo, así que ignoraba dónde estaba exactamente de la casa, pero recordaba los giros y los pasos, había hecho un esfuerzo titánico por retener la información. Si por cualquier cosa pudiera salir de esa silla, tendría ocasión de salvar a esa gente pero, claro, eso era algo optimista.
Y el hombre que ocupaba el rellano de la puerta debía de saberlo, impolutamente vestido con un traje chaqueta blanco, el cabello rubio y corto, en un estilo que le recordó inevitablemente a un nazi al que hendirle la nariz de una puñetera patada en el cráneo, y con un atractivo angelical que rayaba lo absurdo. Ojos azules, rasgos griegos, un hombre alto, fuerte, atlético y elegante. Se movió con la gracia de una pantera, esbozando una sonrisa condescendiente. Era cierto aquello que decían que los psicópatas no caminaban, se deslizaban. El tipo hacía lo mismo, como jugando al andar a dominar el mundo y plantar su huella en él de una forma distinta al del resto de la humanidad.
ESTÁS LEYENDO
Prisma - El beso del legionario
DragosteCuando Felice Wanson creía que su atópica vida no podía empeorar más, en ella aparecieron asesinos, dementes que se transformaban en criaturas aterradoras con una ristra de dientes trituradores, entidades purulentas hechas de lo que parecía brea, el...