Magnus observaba paciente y callado cómo la señora iba recogiendo pedazos pequeños de tela que después iba separando en un pequeño montoncito tras manosearlos un o dos minutos con los ojos cerrados. A veces palidecía pero, pese a ello y a su propia angustia en consecuencia, no la veía soltar la pieza hasta que no parecía estar satisfecha. Ignoraba lo que veía, pero deseaba que el amo apareciera en cualquier momento por esa puerta para interrumpirla, ya que advertía un desgaste en aquellos ojos claros que acusaban la percepción y la conciencia de conocer demasiadas cosas en lo que llevaban de tarde, al menos ya eran un par de horas.
Pero temía que, si la interrumpían, esa luz que había crecido y brotado se apagara y se sofocara. Esa chispa que siempre la había acompañado, de terquedad y voluntad, de tener objetivos, que se había perdido ante la pérdida de su tío. Así que no podía por menos que apoyarla, pues era su misión y su deber procurarle bienestar, incluso si eso entrañaba aguardar tácitamente y contemplar cómo iba agotándose ante sus ojos.
Había en la humanidad, y él lo sabía sobradamente, una belleza sin parangón en el amor, hasta tal punto que provocaba dolor y aflicción. Pero no por ello uno se volvía más débil, sino que se fortalecía, como ladrillos levantando un muro. Y, por cada lividez, temblor y vacilación, veía cómo la señora de la casa iba colocando un ladrillo nuevo en su interior. Y eso le hacía sentirse... bien. Se sentía orgulloso de que una joven capaz de plantar cara al amo y a todo un mundo sobrenatural, capaz de sobrevivir a cinco años con el enemigo... se estuviera reconstruyendo a sí misma. Y de que fuera su señora.
— Éste tampoco es.— Felice abrió los ojos y apartó despacio el trozo de tela marcado con el nombre de Bram. Suspiró y se llevó una mano a la cabeza, masajeándose la sién.
— ¿Mi señora, os encontráis bien?
¿Encontrarse bien? Eso no importaba. No. No importaba: No había agotamiento, frustración o debilidad lo bastante grandes ahora mismo para borrar su determinación. Las tripas se le retorcían de pura rabia, la congoja eran puñales en su corazón, la cólera le consumía como hiedra venenosa enraizada y enquistándose en lo más profundo de su alma. Y cada bocanada, cada percepción, en cada una de ellas ansiaba descarnadamente encontrarla: A ese montón de carne y huesos que se atrevía a reírse de lo innombrable. De lo que no tenía perdón, de lo que en su vida iba a justificar o a suavizar.
Su tío, muerto.
Muerto.
Sí, claro que estaba bien. Estaba bien para buscar, para encontrar y para encargarse de toda esa escoria, de esa basura, de esa maldad. Porque por primera vez en su vida, con toda su fuerza, sin excusas, deseaba matar. Y no existía ninguna ley en el submundo ni ninguna persona que pudiera detenerla... excepto ella misma. Y no iba a convertirse en su propio obstáculo.
No.
Nunca más.
Aunque tuviera que desmayarse, aun cuando los huesos se le quebraran, le ardiera la carne, se le consumiera la mente o el alma, aun así, le encontraría. Y lo haría hoy. Apretó los labios y rechinó los dientes, entrecerrando la claridad de sus ojos centelleantes en su faz pálida. Algo se había terminado de romper dentro de ella: Un dique de contención. Y había cedido cuando, al visitar en su aflicción la tumba de su tío... sintió la risa y la mofa de quienes le habían matado.
Tenía ganas de vomitar puro odio y sentía que se ahogaba de ánsia. ¿Odiar? Odiar, profunda, absoluta, completa y descarnadamente. Los huesos de las manos le dolían de ganas de estrujar algo, el pecho estaba cargado y pesado, de necesidad de respirar y hacerlo con el compás de los gritos de quienes quería ver destruídos. Dolía, cada segundo de espera, dolía.
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Prisma - El beso del legionario
RomanceCuando Felice Wanson creía que su atópica vida no podía empeorar más, en ella aparecieron asesinos, dementes que se transformaban en criaturas aterradoras con una ristra de dientes trituradores, entidades purulentas hechas de lo que parecía brea, el...