18 años atrás
Las llamas se movían como lenguas por la fachada del castillo, resquebrajando con su temperatura los cristales hasta hacerlos estallar y ennegreciendo los marcos con su toque corrosivo. Columnas negras, como si el material llorara y se evaporara a su toque, se levantaban gruesas hasta el firmamento, camuflándose con la noche, donde las salpicaduras de estrellas ya no se veían, solo aquel encapotamiento tóxico y denso.
Alrededor de la quema de la vivienda, un muro de piedra se derrumbaba en varias secciones, con múltiples cuerpos esparcidos sobre los escombros, tiñéndolos con sangre. Parecían dormidos, sin importar si estaban mutilados o con los ojos abiertos o cerrados, yacían inmóviles como un juego macabra en el que contenían respiraciones y, en cualquier momento, se levantarían entre carcajadas. Pero sus pechos desgarrados, sus miembros faltantes, la sangre que abandonaba sus cadáveres, indicaba como seña gráfica que ninguno iba a moverse.
Dentro del castillo en llamas, junto a uno de ellos, un pequeño niño de 8 años sollozaba desconsolado, agarrando la mano de su madre y acurrucado contra su pecho, atrapado en los peligros del humo y de las llamas, esperando un milagro, desamparado.
Mamá había sido buena, había sido amiga de la señora de la casa, Elena, que ahora tampoco estaba, porque allí ya no quedaba nadie, se habían olvidado de él y de su madre, que se habían quedado en la habitación encerrados mientras que el escándalo de ahí fuera se iba haciendo mayor. Le había hecho esconderse debajo de la cama y, desde allí, había visto cómo entraba un monstruo. Asustado, se había quedado callado, mirando las piernas de su madre separarse del suelo, sacudiéndose en el aire, hasta que dejaron de hacerlo y ella cayó. Y, tal cual había caído, se había quedado.
Cuando el monstruo se marchó, había gateado fuera, justo donde estaba ahora. Mamá no le había hecho daño a nadie, ella era buena, era su madre, ¿por qué le habían hecho daño? Ahora estaba dormida, pero sabía qué clase de sueño era, era ese sueño que decían que era para siempre. Decían que los humanos como ella se morían, los niños siempre se burlaban de él por eso. Decían que sus padres eran inmortales, que la suya se haría vieja. Pero mamá no era vieja todavía, ella no moriría, pero, mientras lloraba y le sacudía el pecho con las manos, mientras la llamaba y le gritaba que había fuego, mientras el humo llenaba la habitación despacio, se daba cuenta de que no abriría los ojos.
Mamá estaba dormida.
Llorando, apoyó la mejilla en su pecho y se abrazó a su mano, acurrucándose contra ella, todavía tibia. Allí siempre escuchaba su corazón para quedarse dormido, pero ahora no oía nada. Sorbió, lloró, gimoteó, la llamó, pero no respondía. Y cada vez el aire le picaba más en los ojos, y le costaba más respirar, y estaba más cansado, y hacía más y más y más calor.
Se fue tumbando a su lado y la abrazó, acurrucándose. Sabía que la casa se quemaba, la casa de la señora Elena y del señor Richard, pero no podía salir fuera, al otro lado del pasillo estaba el fuego y el humo estaba entrando por las grietas de la puerta. Podía escucharlo rugiendo como una bestia viva y, hasta ahora, él nunca había creído que lo estuviera. A lo mejor eran elementales del fuego, que estaban comiéndoselo todo. Si no hacía ruido, quizás no entrarían. Había abierto las dos ventanas, y por ahí se iban las columnas negras que, como agua, se acumulaban en el techo, muy oscuras, como una manta que se movía y se arrastraba, y entraba pero también salía. Él no podía salir por las ventanas, no tenía alas.
Nunca le salieron, mamá le había dicho que las alas no eran importantes, pero ahora le gustaría tenerlas, para salir por allí, pero llevándose a su mamá con él. A lo mejor no era lo bastante fuerte como para hacerlo, pero no importaba, lo intentaría. Fantaseó con la idea. Si él tuviera alas, sería fuerte, habría asustado al monstruo para que no le hiciera daño, o habrían escapado por la ventana antes de que entrara en la habitación. Pero no tenía alas, se recordó, no como papá. Papá la habría cuidado mejor, él solamente se había escondido. Lloró. Porque de verdad quería a su madre. La quería, mucho.
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Prisma - El beso del legionario
RomanceCuando Felice Wanson creía que su atópica vida no podía empeorar más, en ella aparecieron asesinos, dementes que se transformaban en criaturas aterradoras con una ristra de dientes trituradores, entidades purulentas hechas de lo que parecía brea, el...