seis

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—Señorita Martin, ¿cómo se encuentra? —un hombre de unos cuarenta y tantos años me observó. Llevaba una bata blanca y sostenía su libreta, pero increíblemente, no se veía ridículo con ella.

—Bien —contesté.

El tipo era, digamos, bastante buenmozo.

—¿Ha estado consumiendo alguna sustancia?

—La única sustancia que he consumido es un plato de fettuccine que me cayó pésimo.

—Bueno, eso no es sustancia —anotó algo en su libreta y volvió a mirarme.

Juraba por el Dios todopoderoso que estaba dispuesta a desmayarme todos los días si me atendiera uno así.

—Me dijo que esto le cayó mal, ¿vómitos, náuseas o revoltijos?

—Todos.

—¿Retraso menstrual?

—No lo sé, soy irregular —fruncí el ceño.

—¿Ha tenido relaciones sexuales?

Pero qué atrevido, me encanta.

—Sí, pero hace varias semanas. Creo que pasó un mes desde que... —mi voz se fue apagando de a poco.

Ay no.

—Le haré un análisis de sangre y tendrá que esperar aquí unas cuantas horas. No será mucho. Por suerte su amigo sigue esperándola afuera.

Asentí, mientras él buscaba algo en uno de los blancos cajones. Sacó segundos más tarde una jeringa, con una aguja más larga que mi pila de deudas. Pánico. Me removí en la cama apenas se acercó con esa cosa. El señor era guapo, pero sin una jeringa en mano lo era más.

—Síentese, por favor —me pidió.

, daddy. Broma.

Obedecí, mientras ataba un elástico en mi brazo con una sola mano. Que placer me daba ser atendida por un hombre talentoso como él. Me agarró el brazo y acercó la enorme aguja a mí, yo muerta de miedo me corrí violentamente, a lo que él sonrió tratando de calmarme.

—Tranquila, no te dolerá.

Muchos hombres me habían dicho esa mentira; sin embargo, tomé aire y cerré los ojos, para cuando volví a abrirlos ya terminaba con su trabajo.

—Listo. ¿Ves? No dolió.

No sentí completamente nada, y eso era sorprendente. Nada que me extrañe de alguien tan habilidoso. Tragué saliva al ver la sangre, y cuando el doctor iba a retirarse, abrió la puerta para llamar al chico del azúcar. Este entró a la habitación, sosteniendo el pote de azúcar lleno. Fue cómico pensar en la escena: yo desmayándome, él gritando y corriendo a servirse azúcar.

—Hola —me saludó con una mueca avergonzada.

Era demasiado tierno para andar metido en las drogas. Le devolví el saludo con una sonrisa y volví a acostarme sobre la camilla.

—¿No vas a morirte, verdad?

—Eso espero —me encogí de hombros—. Gracias por traerme.

—No podía dejar tirada a mi vendedora de azúcar.

—Te la presto, aunque podría considerar eso de venderla —dije, y tras ver su rostro lleno de pánico, reí—. Por cierto, ¿tienes teléfono?

El rubio abrió los ojos bien grandes, con un toque de terror y confusión mezclados en sus ojos, probablemente creyendo que le estaba pidiendo su número.

—Tengo dieciocho.

—Y yo veintidós, pero no me refiero a eso, niño, es para llamar a alguien.

—Oh, claro —sacó su móvil del bolsillo de su campera y me lo entregó.

Le agradecí y marqué el número de Allison con dificultad, pues tuve que parar varias veces para recordar como era. Pulsé el botón para llamar, deseando que me atendiera ella y no un asesino en serie.

—Hola, ¿quién habla?

—Allison —suspiré—. Estoy en el hospital.

—¿Qué? —chilló mi amiga, preocupada.

Y, claramente, para que mi orgulloso trasero y yo terminaramos en un hospital, debía perder la conciencia. Justo como pasó.

—Ven, es en el Thompson.

—Voy para allá.

malia va a matarme | stydiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora