Capítulo 16 ¿Feliz Navidad?

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Llorar era inútil; no dolía menos, no funcionaba como una máquina para regresar el tiempo, ni tampoco hacía que este pasara más deprisa.

Nadie mostró lastima por mí, no había nadie para consolarme.

Sentada frente a la puerta, lloré en silencio. Lloré sin permitirme sentir más de lo necesario, solo lo justo para dejarlo salir en forma de sollozos.

Al entrar, encontré a Margaret rondando la sala, con la mirada distraída, como si buscara tareas inexistentes que la excusara de no mirarme.

—¿Qué te pasó? —preguntó sin acercarse. Sus palabras flotaron, distantes, y no supe si realmente le interesaba o si solo intentaba aparentar. No intenté averiguarlo, y simplemente me dirigí a mi habitación.

—«Todo es tu culpa.»

—¿Por qué eres así, Alex? —apenas pronuncié esas palabras que tanto me dolieron.

Nada nunca me hizo sentido, ni siquiera mi forma de vivir... No entendía las condiciones de mi vida, cómo había logrado sobrevivir a tantas carencias, cómo había enfrentado adversidades cuando, al final, yo misma era mi mayor enemiga.

Alex nunca me hizo sentido.

Al cabo de unos minutos, mi tía tocó la puerta. No respondí.

—Camila, si te digo que necesito hablar contigo, pensarás que voy a exagerarlo todo; solo quiero saber si te sucedió algo.

Escuché el suave movimiento del pomo; la puerta tenía seguro.

—No pasó nada, nunca pasa nada en este lugar. Quiero estar sola, Margaret.

Me dolió llamarla por su nombre.

—¿No comerás nada? —insistió.

—Buenas noches —fue todo lo que dije antes de tumbarme en la cama y cubrirme. Sabía que me había oído, y no escuché su voz de nuevo.

No oí ningún ruido. Y bajo ese silencio, regresé al mismo lugar. Vestida de la misma manera, bajo la misma luz de escasa resplandecencia.

Me enderecé al sentarme. La primera impresión de miedo y tristeza que aquel lugar me había dejado se había desvanecido por completo.

Me acomodé en todos los sentidos, y al intentar recostarme, alguien extendió su mano hasta mi vista desde mi espalda. Terminé sobre su abdomen. Sentí una fuerte punzada en el corazón que revolvió todo en mi interior, pero mantuve la calma mientras su mano pálida se acercaba a mi cuello, deslizándose suavemente sobre mi piel. Y sí, no cabe duda de que estaba dormida, de que Azael me había atraído hasta su habitación.

¿Quién eres cuando duermes? No podía sentirme así, tan plácida. Pensar que su compañía era agradable rayaba la locura.

Sonreí.

La sensación era tan lúcida que el alivio y la lujuria me envolvieron tan de repente. Esa mano y ese cuerpo no me inspiraban miedo; sus dedos recorrían mi piel con la delicadeza de un amante y la intención de un desconocido.

—Azael... —musité ante las gloriosas caricias de aquella mano sobre mi piel. Mi voz se quebró en el aire. Los dedos de aquel que estaba detrás de mí siguieron recorriéndome hasta llegar al lado derecho de mi hombro; subieron, continuaron hasta mi mentón, mi mejilla y, por último, acariciaron mi cabello. Todo empezó tan pronto como sonreí, por dentro, solo para mí.

Rendí mi cabeza sobre él, dejándome llevar entre el frío de sus manos y el calor de mi piel, sin reparo alguno; en ese instante, la desnudez era un concepto ajeno, sin importancia. Azael me había atraído lista para él.

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