Capítulo Cuarto: La nueva vida del gurrumino

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Cuando no entendés por qué sos tan cabezadura

Ese anochecer llegó al bar pasadas las diecinueve

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Ese anochecer llegó al bar pasadas las diecinueve. La joven que atendía la barra lo miró por el cristal y le hizo una seña para darle a entender que todavía estaba cerrado.

«¡Qué mal está este muchacho! Estas no son horas de beber», pensaba mientras seguía limpiando el mostrador con una franela. Pero el rapaz insistía. Tamborileaba la puerta de vidrio del frente con tanta insistencia que la chica pidió auxilio a un compañero de trabajo, temiendo que se tratase de un ladrón.

Al instante apareció un enorme y musculoso patovica. Debería tener más de un metro noventa y unos brazos que parecían tubos con más diámetro que cualquiera de las piernas del bambino. Pero no le intimidó su presencia, y pese a que los dos funcionarios le mostraban con idéntico gesto sus pulsos, como indicando un reloj antes de mover el mismo dedo hacia ambos lados en señal de negación —para que comprendiese de que aún no estaban en el horario de apertura— seguía intentando para que le abrieran.

El muchachote se aproximó a la puerta con cara de pocos amigos, y antes de que manotease el picaporte, Fher sacó de un portafolios una carpeta flexible que parecía contener un currículo. Los empleados del bar se miraron en complicidad y sonriendo, alzaron los hombros y brazos al unísono, —el típico gesto de «qué se le va a hacer»— dándole a entender que, por el momento, allí no habían abierto una búsqueda de personal. Entonces el morocho, resignado, siguió caminando.

Cruzó en diagonal la plaza del centro de Resistencia y enfiló por Yrigoyen hasta la esquina de El Viejo Café. Dobló al llegar a Pellegrini y se introdujo por la última puerta. El lugar estaba prácticamente despoblado. Casi todas las mesas vacías. Miró las paredes con ladrillos a la vista, fijó su atención en una vieja propaganda de la cerveza Quilmes e inmediatamente ubicó al mozo que solía atenderlo. Era habitué del sitio. El camarero, sonriente, lo saludó y le estrechó la mano.

—¡Tan temprano por acá! Recién está oscureciendo. ¿Te sirvo una cerveza o un helado? Hace mucho calor para un café, pero si querés te preparo un cappuccino —dijo, indicándole que podía escoger mesa a voluntad porque con excepción de las que se ubicaban en la vereda, la mayoría estaba desocupada.

—La verdad es que no quiero tomar nada. Ando buscando trabajo... de lo que sea, y traje mi currículo. ¿Habrá algún lugarcito para que pueda desempeñarme acá? No soy camarero pero aprendo rápido. Tampoco tengo inconvenientes en lavar copas o hacer tareas de limpieza.

—¿Me estás hablando en serio? —Dijo, poniendo cara de sorprendido.

—Muy en serio. Necesito un empleo —fue la contestación.

El hombre lo miró de arriba abajo y sintió compasión. Lo conocía desde hace un tiempo, pero no imaginaba que tuviera dificultades financieras y anduviera buscando cualquier tipo de laburo. El muchacho siempre iba al café como cliente y él recordaba perfectamente a sus amigos, un elegante joven que encarnaba perfectamente la figura de un yuppie y la hija de un reconocido diputado correntino. Entonces prosiguió:

Intentando vivir con tu recuerdo - Secuela #HomoAmantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora