Capítulo decimotercero : Siguen las revelaciones

46 18 37
                                    

Las preguntas aún no encuentran sus respuestas

—¡Qué horror! Tenía doce años, no puedo imaginar lo que habrá sido ese momento

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

—¡Qué horror! Tenía doce años, no puedo imaginar lo que habrá sido ese momento. Sola, lejos de casa, engañada y encima... Perdón por interrumpir, pero la situación me enervó. ¿Qué sucedió después? ¿Cómo pudo seguir con la vida? —Igal, buscando complicidad en Aneida, volvía a silenciarse para escuchar el relato.

—Como vos, desde hace un tiempo. Juntando el corazón y el alma con una cucharita. Cuando nos sucede algo inesperado que es tan triste y violento creemos que tocamos fondo, que nos vamos a morir de pena. Por fortuna, el corazón es como un edificio de departamentos, y cuando parece que no vamos a poder seguir, el elevador nos indica que resta un piso más por subir —trataba de ser suave, sabiendo que sus palabras podían conmover a Igal que, en ese momento, unía su drama personal al de ella y cabeceaba.

Como ninguno quiso hacer más preguntas, después de aligerar el mal momento con un trago, la dama continuó:

—Una de las peores cosas que me pasó fue la ignorancia. La ignorancia siempre es lo peor que nos sucede. Como a vos, hijo mío, cuando la vida te golpeó, te sentiste miserable, apaleaste tu razón con ira porque ignorabas lo que el destino tramaba a tus espaldas, —Igal asentía; cada palabra repercutía en su corazón, pero ansiaba escuchar y no interrumpió— y eso me pasó. Me sentí perdida, desorientada y ese estado de vulnerabilidad aprovechó mi captor.

—¿Su captor? —Aneida interrumpía. La Señora hizo caso omiso a su pregunta. En sí, no hizo caso omiso porque respondió, nada más que no se salió del hilo del relato para dedicarle una respuesta personalizada.

—El hombre al verme llorando, y tan lastimada, me convenció de que lo que había hecho era algo malo. Se encargó de hacerme la cabeza argumentando que en ese estado mis padres no iban a recibirme en casa; me dijo que no me convenía volver con ellos. Ilusa, tuve pánico y le creí. Suele suceder que, cuando estamos perdidos en la tormenta, no alcanzamos a identificar lo bueno de lo malo y mezclamos todo. No podía percibir que no había buscado aquello, que era la víctima y no la culpable, y me dejé meter en el cerebro esas ideas.

Igal escuchaba, pero con cada acotación sentía que le estaba hablando directamente. Le habían sucedido cosas similares. Por eso, traspalaba el relato con el suyo propio y hacía carne de cada palabra proferida. A la morena le sucedía lo mismo. Igal lo percibía, aún sin saber qué pudo haberle ocurrido de ruin en la vida pues apenas empezaba a conocerla y no habían tenido tiempo de dialogar. Pero se daba cuenta, por sus actitudes. Ya hablarían, tal vez, de sus cuitas. Ahora no era momento de hurgar en ello. Se dedicó a seguir la voz de la relatora.

—Aquel infeliz, complacido con el acto, seguía burlándose de mis miedos, y se puso en un rol paternalista. Comenzó a decirme que confiara en él, que iba a cuidar de mí y a asegurarse de que nada me falte. Y yo, la reina de las tontas, le creí. Es que en ese momento no me quedaba otra que creerle, no entendía todavía lo que me había pasado, solo sentía dolor, un gran dolor físico y espiritual, y veía sangre, mucha sangre y me angustiaba. Pensaba que me podía morir desangrada. Sentía culpa por haberle ensuciado el asiento del camión —volvió a beber, recordando; los muchachos advirtieron que estaba lidiando con la angustia del recuerdo, pero no se animaban a entorpecer su alocución.

Intentando vivir con tu recuerdo - Secuela #HomoAmantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora