Duodécimo capítulo: Revelaciones

49 19 31
                                    

¿Todo sueño de amor presupone un gran dolor?

¿Todo sueño de amor presupone un gran dolor?

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Eu caminhava pela alta madrugada

sob clarão da lua

quando ouvi uma gargalhada.

Linda morena, formosa,

me diga quem você é.

¿Tu é a dona da rosa?

¿És Pombagira de fé?

Pode abrir qualquer gira;

pode chegar quem quiser:

és Pombagira Menina.

(Só não a conhece quem não quer).

En São Borja la madrugada había comenzado con un frenético ritmo de parches que entonaban cánticos de amor y de desilusión. Al parecer, era el momento en que mejor hacen su trabajo las Pombagiras, famosas por ser especialistas para remendar corazones rotos e incentivar a no dejarse vencer por la soledad. Igal comenzaba a abrirle su alma a la Señora casi del mismo modo que con su psicoanalista. Ella le transmitía confianza pese a que cada tanto arremetía irónica, o amordazaba los pensamientos tras una pose desafiante seguida de una carcajada explosiva; pero se sentía gusto en su presencia, como si estuviera con alguien que conocía desde siempre.

La Rainha escuchó atentamente los temores y las tristezas de su más reciente consultante y luego de que en la noche hiciera su aparición la Pombagira Menina —a quien estaban saravando los tambores— devolvió su atención al alicaído Igal que estaba resignándose a que su dolor jamás cesara. Fue así como le habló:

—Hace un momento te decía que en mil novecientos cuarenta y cinco fue mi última encarnación en la Tierra, —al terapeuta le parecía que habían pasado varias horas desde entonces, pero solo fue un instante— pues bien, sucedió en Hawái, más precisamente en Honolulú, que por ese entonces no dejaba de ser una gran aldea pretendida por los países capitalistas cercanos y no tanto, por sus hermosas playas y su abundante vegetación.

—¿Así que hawaiana? —Interrumpió, sorprendidísimo, y luego inclinó la frente en señal de respeto implorándole que continuara y excusándose por la interrupción. La dueña de casa continuó.

—Hawaiana, así es. Mis padres eran muy pobres. Se dedicaban a pescar con redes y otros artilugios caseros, y apenas si tenían un bote con que hacerse a la mar para procurar a diario el sustento. Recuerdo que mamá lo ayudaba la mayoría de las veces, hasta que mi hermano cumplió doce años y comenzó a remar con nuestro padre. Entonces, ella se quedó en casa enseñándonos la otra parte del oficio, la más fea y menos entretenida. Junto con mis hermanas nos dedicábamos a abrir los peixes, quitarles las entrañas, lavarlos y envolverlos en aluminio, etiquetarlos y acomodarlos en cajones de madera cubiertos de sal, para luego proceder a seleccionar el triperío: apartábamos las vísceras que servían de carnada para que los hombres las usaran al otro día. Los corazones de pescado guardábamos para hacer sopa, amalá o Sarapatel. Siempre había que andar con el mayor de los cuidados, evitando al gato de la vecina que solía robarnos los «manjares» —resaltando con desidia esa palabra, como dando a entender que no le parecían, para nada, exquisiteces.

Intentando vivir con tu recuerdo - Secuela #HomoAmantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora