OCHO
«V» DE VIDENCIA
Los asientos del auto del doctor Toledo son cómodos y se amoldan al cuerpo. Si miro por la ventana a mi lado, veo pasar los pocos árboles que quedan, tan veloces que lucen como manchas; incluso los edificios —y en especial los anuncios publicitarios de colores neón— se ven borrosos. Puedo detallarlos un segundo antes de pasar a su lado con el sonido del motor rugiendo, acallando todo lo demás.
Acalla, también, la voz del dueño del vehículo.
Ups.
—¿...que vive su padre?
—¿Hum? —musito una vez despego los ojos del cristal tintado.
El doctor respira con pesadez y vuelve a verme a través del espejito sobre él. Miguel está en el asiento de copiloto y al ver el gesto de su padre, hace uno casi idéntico; quizá diga que no, pero se parece mucho al doctor.
—¿Dónde vive, muchacho? —comenta al instante; tiene la apariencia de alguien apurado—. Verá, voy de camino al hospital y no puedo desviarme.
La vergüenza me consume; ¿cómo se me ha ocurrido venir con ellos dos? Para empezar, si el aire pudiera palparse, de seguro se cortaría con un cuchillo. Luego está Miguel: lo más probable es que quiera tirarse del auto, debido a las caras que hace Máximo de vez en cuando. Piensa —o simula hacerlo— en algo importante y después, se lleva la mano a la sien y directo a los ojos y resopla una, dos, hasta tres veces; me mira, mira a Miguel y vuelve a concentrarse en la carretera.
—Un poco al sur. Es un barrio algo viejo; todavía tiene casitas de las de antes —trato de hacer con las manos la vaga representación de una.
Tuerce el gesto. Otra vez.
—Hm. Lejos. —Respira fuerte por carta vez—. No queda por donde voy.
—¿Máximo? —Miguel nos interrumpe por primera vez. Lleva desde hace varios minutos dando inquietos golpecitos a sus piernas.
—¿Qué pasa, Miguel?
—¿Podríamos, por favor, llevarlo con nosotros? Vamos al hospital, ¿no? —duda un poco antes de continuar—: ¿para qué?
—¿No comprendes?
«Oh, no». Siento que se avecina una incomodísima charla y lo único que deseo si eso pasa es poder hundirme en el sillón o arrancarme las orejas. Lo que sea más sencillo.
—Sí lo hago. ¿Es por el proyecto del que hablaste? ¿Videncia?
Frunce el entrecejo.
—¿Aún recuerdas eso? —clava los ojos en un buzón a unos quince metros. Según el GPS, estamos a pocas cuadras del destino—. Pensé que era para algún trabajo.
—No... Creo que te había contado ya. Sobre... eh... todo. —El doctor Toledo asiente, reacio—. Bueno, Ángel estuvo conmigo en eso.
Frena, de golpe.
Un segundo después se detiene en mi reflejo y alza la barbilla. Lo primero que se me viene a la mente es la frase «me está estudiando». Como a uno de sus pacientes.
Como si él estuviera a la espera de cualquier síntoma al cual se pueda agarrar para experimentar en mí.
—Está bien —dice, al cabo de un rato—. Es cierto, Miguel; si estás tan pendiente de todo, supongo que ya te habrás enterado junto con este chico —me señala— de qué sucede hoy —se recuesta sobre el volante. Espera a que un par de autos Mazda frente a él se adelanten unos metros para poder hacer el cruce y entrar al aparcamiento del hospital.
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VIDENCIA
Science Fiction«Hola, ciudadano», dijo la voz de la máquina, poco tiempo antes de que el caos se apoderara de las ciudades. Durante años, plagas destruyeron ciudades, el sufrimiento y largas sequías tentaron al peor rostro del hombre. La gente padecía, y parecía...