SIETE
«V» DE VIDA
«Somos segundos.
Un instante no existimos; luego, apenas tenemos tiempo para darnos cuenta de las cosas. Que estamos vivos, que hemos sido arrojados de la nada a un incierto destino. Y que al igual de repentino como llegamos, vamos a desaparecer». Recuerdo haber leído esa frase en alguna parte, muchos años atrás. Tal vez es uno de los muchos fragmentos de memoria que se mezclan con la irrealidad, creando horribles figuras que no se distinguen unas de otras.
Mis ojos no quieren dar paso a la luz. Prefieren al igual que yo, mantenerse sellados, ajenos a lo que ocurre alrededor..., pero es imposible.
Una señora —la molesta vecina de seguro— me toquetea el hombro con una afilada uña terminada en punta; con cada intento hace más presión, hasta llegar al punto en que siento adolorida la zona, por lo que parece que lleva un buen tiempo haciéndolo.
—Niño —exclama encolerizada al vislumbrar cómo la observo un segundo—, levántese por el amor de Dios, ¿qué hace ahí todo tiradote?
Se persigna.
»Le va a dar un resfriado, ¡y esos bichos están cada día más fuertes!, anda, ¡anda ya! —Toma mi brazo y me jala hacia ella. Joder.
No es hasta que me mueve, que me doy cuenta de lo mucho que me duele el cuerpo y que en efecto, siento la garganta irritada y la cabeza pesada.
»Levántese, pero ya. —El tono que rozaba lo maternal ha desaparecido, transformado en la auténtica voz de un ogro.
Parpadeo con suavidad, confundido por las sacudidas y por las sobras del sueño que tuve. Una serie de... escenas de las que sé, no podría comentárselas a nadie por las miradas que recibiría a cambio. Cuando logro despabilarme lo suficiente, el horror —uno que venía ya nueve años atrás cuando mi balón favorito cayó en su patio y lo reventó frente a mí por interrumpir su novela de la tarde, y cuyo efecto creía desaparecido al no haberla visto por cuatro meses fuera de ella— se asoma letal como el veneno de una serpiente al ver el rostro frente a mí.
—Buenos días, vecina —suelto de mala gana; tengo la voz seca por la falta de agua, un posible resfriado y la molestia se hace mayor por su simple presencia.
Me limpio con la muñeca un hilillo medio seco de baba que me indica con asco y suspiro. Recorro el lugar con la mirada, preguntándome cómo esa vieja metiche se ha colado en la habitación; entonces, recuerdo que mi recámara no tiene sino una pequeña ventana desde la que veo el exterior. Giro el torso y sí, ahí está, cerrada todavía, la puerta de entrada de la casa.
Maravilloso.
—¿Y mi papá?
—El señor Torres ha estado llamando desde anoche y ¡válgame!, hasta yo creí que usted se había volado de la casa de lo mucho que era repique y repique el aparato ese. ¡Es que niño, casi no pude ni pegar el ojo!
—No fue eso, señora. —Aprieto los labios y estos forman la sombra de una incómoda sonrisa. «Metiche», pienso—. Solo me quedé por fuera.
—Sí, sí, ya me di cuenta.
—¿Dónde está él?
Y ella sonríe, con un gesto que emana desentendimiento de todo cuanto puede importar.
A decir verdad, lo último que recuerdo es haberle respondido a Miguel a uno de sus mensajes. Y eso me hace caer en cuenta de algo: mi celular.
Palpo con una súbita desesperación la camisa, el suelo alrededor y por dentro de los pantalones —a lo que Cleotilde reacciona con un grito—, y solo soy capaz de emitir un murmullo de alivio cuando lo veo caído justo a mi espalda, donde minutos antes lo he usado de almohada.

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VIDENCIA
Fiksyen Sains«Hola, ciudadano», dijo la voz de la máquina, poco tiempo antes de que el caos se apoderara de las ciudades. Durante años, plagas destruyeron ciudades, el sufrimiento y largas sequías tentaron al peor rostro del hombre. La gente padecía, y parecía...