1: PANTALLAS

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UNO

PANTALLAS


Apago el televisor frente a mí con el mando a distancia, no hay nada realmente interesante para ver. Al hacerlo la pantalla negra me entrega la imagen de un muchacho de aspecto desaliñado: el cabello revuelto y largo, con varios enredos; la tez, pálida por la falta de sol. El dueño del reflejo se encuentra oculto bajo la gruesa tela el buzo que viste.

Bostezo al verle y parpadeo algunas veces hasta que la presión en la zona baja de la espalda me indica que ya he estado demasiado tiempo en la misma posición, pero pienso que por más que la cambie dará igual, pues no tengo nada por hacer, salvo contemplarme, acompañado del sonido de estática que parece perdurar en mi cabeza. Me pregunto si es real, o si el mismo confinamiento ha hecho que empiece a imaginar cosas.

Otra punzada en la espalda me hace estremecer y me obligo a tirarme a la cama, con la mirada al techo. Los ojos bailan por el lugar, recorriendo cada rincón de la habitación. Noto cómo la cortina se mece con el poco viento que entra por la ventana y los rayos del sol que se cuelan para iluminar con timidez la profunda negrura del cuartito. No sé con exactitud la hora, pero me atrevo a afirmar que son más de las cuatro, lo cual significa que he perdido el almuerzo de nuevo.

Aprieto con fuerza los adoloridos párpados y suspiro con ganas de hundirme por completo en la cama y desaparecer en ella. De todas formas, los estudios los he acabado hace poco más de quince meses, y falta demasiado todavía para verme en la necesidad de elegir si continuaré con ellos o si, por el contrario, haré cualquier otra cosa, como les dije a mis colegas tiempo atrás: que iba a viajar a todas partes no tendría que depender de mi padre —que, igual, nunca estaba en casa debido a su trabajo— o alguien aparte de mi persona. Juré que lo iba a lograr, para antes de que el año finalizara.

Y acá estoy, echado bajo las sábanas. Me felicito con un silencio mordaz. Vaya que sé cómo vivir la vida.

La verdad, ni siquiera sé por qué les dije eso.

Al cabo de unos minutos, me decido por encender de nuevo el televisor, porque el silencio me hace pensar; sin embargo, no veo lo que la pantalla muestra. Y odio pensar: me hace imaginar sucesos trágicos de los que luego temo y le quita la emoción o el sentido a la mayoría de las cosas que antes amaba. Lo enciendo, para poder apagar el murmullo dentro de mi cabeza con la voz del elegante hombre que entrevista a una celebridad.

En cambio, alargo el brazo hasta la mesa de noche a la derecha y permito salir una sonrisa fugaz al momento en que mis dedos rozan el celular. Es viejito, como todo en la habitación, mas no importa eso, solo que funcione.

Veo, encandilado por la repentina luz blanca, la fecha y hora que me muestra el aparato:

17:53

MARTES, 9 DE ABRIL, 2024

Me llega un mensaje repentino que me hace pegar un brinco por el sobresalto. Leo de inmediato el nombre del remitente: Papá.

«Hijo, disculpa, voy tarde. ¿Está todo bien en casa?», dice. Al segundo aparece uno nuevo en el chat. «Te compré comida. Supuse que tendrías hambre porque no bajaste a almorzar».

Sonrío agradecido en silencio cuando mi estómago da un gruñido que tomo a modo de queja, antes de que mis dedos tecleen una respuesta casi automática.

«¡Genial! Gracias, papá. Estaba a punto de buscar algo qué comer». Añado: «¿y bebidas?»

«No alcancé, ve y cómpralas tú».

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