DIECISIETE
DIEZ POR CIENTO
BIANCA
—¡Por favor, papá, detente! —chillo al borde de las lágrimas. Mamá ha tratado de pararlo, pero la gran diferencia de fuerza entre ambos solo ha logrado que se enoje aún más. —¡Por favor!
Por un segundo se irgue y estudia la situación, como ha venido haciendo durante horas. No comprendo demasiado cómo se echó todo abajo; hace unas horas atrás que he llegado del trabajo, y fue solo saludar para que se desatara el infierno en casa.
«Ya las atrapé, zorras de...» resuena el eco de su voz. ¿Ha dicho eso al verme atravesar la puerta o cuando se aflojaba la correa del pantalón?
—¡Cariño, puedo explicarlo! Por favor no te precipites —ambos vemos al tiempo mamá, que por primera vez le hace frente. Podría apostar a las patéticas súplicas de mamá le encolerizan más, pero ¿cómo podría decírselo? Si hablo, es probable que deje de contenerse y el poco raciocinio que tiene desaparezca.
Hasta ahora apenas han intercambiado insultos, gritos y amenazas; no tengo memoria de la última vez que le vi alzar la mano contra mamá, principalmente porque ella ha evitado que cualquiera de los niños o yo estemos presentes cuando sucede. Suele callar el dolor, concentrándose en preparar la comida que sigue o en que la casa esté limpia incluso en el más pequeño escondite. Mis hermanos son los más afectados por el terror que se vive tras las paredes, al ser todavía demasiado jóvenes como para permitirse trabajar o huir de esta casa durante unas horas.
—¡Detente! —ruego. No puedo hacer mucho más. A pesar de que papá ha pasado los cincuenta años, de un golpe podría tirarme al piso. A cualquiera de nosotros.
Su voz, como respuesta, resuena con crueldad:
—¡Tú no tienes derecho ni de hablar, bastarda!
Resoplo, desesperada e impotente por no poder defender nada. Mamá se ha aferrado al brazo que sujeta la correa e impide así que arremeta contra mí.
Al verle a los ojos, no reconozco el padre cariñoso que usualmente es, cuando no tiene ese... demonio dentro de sí. Uno que le susurra al oído blasfemias y horrores que visten nuestros rostros.
—¡No digas estupideces! —suelto en un grito que parece más bien berrinche. Él se me queda mirando unos segundos, petrificado, tiempo que mamá aprovecha para dedicarme una mirada bañada en urgencia. ¿Cuántas veces le he contestado cuando se pone así? Al reaccionar, de la nada se gira y toma a mi madre, desprevenida.
—Explícame, mujer —la zarandea y ella grita, un sonido que me parte el alma y al parecer a mis hermanos también, pues oigo un sollozo en la habitación de al lado, silenciado pronto por Samuel, que tiene un año menos que yo—. ¡¿Cómo explicas que ella sea la única maldita de la familia, Nelcy?!
Mamá cierra los ojos, esperando la áspera mano chocar con su rostro y solo pienso en las veces que ha hecho esa monstruosidad como para que ella se prepare, muda, para el ardor de la carne herida.
»¡Pero di algo, mujer! —ordena.
Voltea el rostro y por un segundo nuestras miradas se cruzan. «Cuídalos», dicen sus suaves ojos. Luego se dirige a su esposo, tomándole con cuidado las manos en un tranquilo gesto.
—Flavio, cariño, nosotros hemos corrido con la fortuna de ser Bermoind cero —su voz es un susurro del que papá se ha inmunizado luego de tantas súplicas y palizas. En vez de tranquilizarse, su ceño se arruga más y la mueca de desagrado en su rostro me permite ver sus dientes amarillos, producto de años como fumador.

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VIDENCIA
Fiksi Ilmiah«Hola, ciudadano», dijo la voz de la máquina, poco tiempo antes de que el caos se apoderara de las ciudades. Durante años, plagas destruyeron ciudades, el sufrimiento y largas sequías tentaron al peor rostro del hombre. La gente padecía, y parecía...