La Calma Tras La Tormenta

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Gabriel se limpiaba tras el momento de sexo vivido en su sillón de escritorio, sin siquiera haberse levantado. Eso no había sido ni de cerca tan intenso como los últimos días con Nathalie. Como experimento había sido revelador, ahora sabía que no iba a volver a hacerlo. Los brazos de la chica rodearon su cuello desde atrás y le abrazaron, dejando las manos pasear por su pecho al descubierto.
—Ha sido increíble —dijo en su oído mientras sonreía como una colegiala.
—Lo habrá sido para ti. Yo pienso que no ha sido para tirar cohetes.
Las palabras del diseñador entraron directas en la maquiavelica mente de Hana.
—No me vas a decir que con tu insulsa asistente te lo pasas mejor en la cama.
Él no respondió. Se subió el pantalón y empezó a abrocharse la camisa.
—Gracias por venir, joven. Ya sabes dónde está la salida. Seré yo quien te llame si requiero de tus servicios.
Ella bufó resignada. Estaba claro que nada más iba a sacar de aquí hoy. Recogió sus braguitas del suelo y las guardó en el bolso ante la mirada del hombre, que ahora sabía que bajo esa corta falda no había nada, y se agachó delante de él para coger su camisa, regalándole una sugerente vista de sus muslos húmedos justo por debajo de su desnuda intimidad. No pudo evitar sentirse excitado de nuevo, pero no le interesaba volver a tener otro encuentro con esa mujer. Al menos de momento. Así que apartó la vista de ella y se centró en su teléfono móvil, debatiendose entre llamar a su asistente o a Adrien para preguntarle si tenía planes para la cena. Ahora no le apetecía estar solo.
Aún no se había decidido cuando la puerta del despacho se abrió para dejar salir a su último pasatiempo, sin llegar a cerrarse del todo. Resopló pensando en que se tenía que levantar para ir a cerrarla, cuando escuchó la voz de la chica hablando al otro lado, con un tono muy cantarín. Poco le interesaba lo que ella pudiera decir. Es más, no creía que pudiera hablar con nadie en esa casa. Pero mientras se acercaba, pudo diferenciar parte de su conversación.
—... ¿No lo sabías? Hemos pasado un buen rato. El pobre necesitaba desahogarde con una mujer y me llamó. Es normal, como no tiene a nadie...
—Ya, ya... Muy bien —era la voz de Nathalie—. Ya lo he pillado. Te acuestas con mi jefe. Pero eso no te convierte en absolutamente nada, así que puedes continuar tu camino hacia la salida si no quieres que te lo indique yo a patadas —Gabriel rió por lo bajo ante el comentario—. Y una cosa más, pequeña zorra —ese tono le sorprendió—. Como hagas algo para perjudicarle, lo más mínimo, te voy a encontrar y voy a destrozar esas preciosas piernas que tienes.
—No te atreverás a tocarme un pelo —contraatacó la otra, indignada.
—Pruébame. Nadie hará nada en contra de Gabriel Agreste mientras yo esté aquí.
El sentimiento de orgullo creció como la espuma dentro del pecho del aludido. ¿Qué estaba haciendo? Joder, quería a esa mujer, y la estaba dejando escapar por idiota. La respuesta de Hana no le gustó ni un pelo.
—Pues vete preparando, guapa, que puede que pronto te despida. Quién sabe, igual ha encontrado a una asistente mejor y puede prescindir de tus servicios.
Por ahí no pasaba. Demasiado estaba aguantando escuchar como para quedarse impasible ante esa insinuación. Abrió la puerta y salió al pasillo al lado de las dos mujeres.
—Nadie le va a quitar el puesto a la señorita Sancoeur, ni ahora ni nunca. Así que váyase olvidando de conseguir ese trabajo, si era lo que pretendía.
La expresión de terror de la chica no tenía precio, y Nathalie se regodeó todo lo que pudo en ella, y más cuando la vio titubear desesperada.
—No... No, señor Agreste. Esa no era mi intención. Por favor, yo...
—Buenas noches.
Y sin decir nada más, dio media vuelta y volvió al interior de su despacho, dejando esta vez la puerta abierta en una consciente invitación para su asistente a entrar.
—¿Tengo que acompañarte para asegurarme de que te marchas o está vez te irás por las buenas?
La otra resopló, dio una patada al suelo y se marchó enervada. Nathalie miró la puerta entreabierta y no supo si quería entrar dentro o no. No se veía en condiciones para enfrentarse a su jefe después de lo que había visto, después de cómo se había sentido. Pero también es verdad que tenía pendiente una conversación con él. Aunque ya no le confesara sus sentimientos y no luchara por llegar a ser correspondida, al menos debía aclarar el motivo de este último Akuma. Suspiró, tomó aire de nuevo profundamente, y se encaminó hacia el despacho.
Allí estaba él apoyado en su escritorio, con los brazos cruzados y un pie sobre el otro, mirando por encima de sus gafas a la pálida mujer que entraba por la puerta. Se la veía hecha polvo, y no podía evitar sentirse destrozado por ello. Quería abrazarla, quería consolarla; pero sabía que ya era tarde para eso. Ella le miró intentando no dejarse llevar por las nauseas que volvía a sentir, y se acercó hasta una distancia prudencial.
—Señor Agreste... —las palabras le salían débiles.
—Estabas con él.
—¿Perdón?
—Cuando envié al chico a por D'Etoile, tú estabas con él —sus palabras eran duras pero llevaban una gran carga de dolor en ellas—. Casi... Casi haces que te maten.
Nathalie tragó con dificultad para intentar defenderse.
—No podía permitir que ese chico muriera. Es sólo un crío.
—¿Un crío? —preguntó extrañado, hasta que se dio cuenta de que hablaba del héroe— Mi objetivo no era el chico. Y lo sabes.
—Lo sé.
Ambos se miraron fijamente durante un momento, estudiando los gestos del otro, tratando de no ver descubiertos sus verdaderos sentimientos ante la única persona que les hacía temblar de emoción. Ninguno quería ceder, y esta conversación no iba a llegar a ningún sitio, así que, antes de sufrir más por la cercanía del hombre, Nathalie pidió disculpas y se dio la vuelta para salir de allí lo más rápido que podía. Cuando cruzó la puerta notó una lagrima rodar por su mejilla, pero la ignoró hasta estar sentada delante de su tablet y los horarios en los que había estado trabajando un rato antes. Si se concentraba en su trabajo dejaría de pensar en la imagen de aquella furcia saltando sobre Gabriel. Ahora no se podía permitir flaquear. Tenía que poner toda su fortaleza para no caer ante este nuevo giro de los acontecimientos.

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