Y Al Final...

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Nathalie abrió los ojos perezosamente. No reconocía el lugar en el que estaba, pero el intenso olor a té y a incienso la calmaba. Trató de incorporarse pero le dolía todo el cuerpo, y en especial la cabeza. ¿Qué había pasado? Lo último que recordaba era pelear como Mayura contra aquel extraño akumatizado, y recibir un impacto de su parte. Se llevó una mano pesádamente a la cara y se frotó un ojo con ella.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó una voz desconocida para ella.
Buscó con la vista a la persona que había hablado y acabó localizando a un menudo señor de rasgos asiáticos sentado sobre sus rodillas en un rincón de la habitación. Bostezó y se estiró antes de sentarse en el sorprendentemente cómodo colchón en el que se encontraba. Miró la solapa de su chaqueta y se dio cuenta de que su prodigio no estaba, y entonces se giró hacia el anciano para contestar.
—Estoy bien. ¿Usted es...?
—Así es —terminó Fu—. Soy el guardián. Y tú eres Mayura.
Ella miró hacia un lado y hacia otro, examinando la sala.
—¿Cómo he llegado aquí?
—Cat Noir te trajo. Estaba muy preocupado por ti.
Ella sonrió maternalmente. Adoraba a ese chico.
—Tengo que irme. No debe haber sido una bonita noticia para él.
—Oh, tranquila. No se lo ha tomado tan mal. Ha llegado a comprender los motivos de su padre, e incluso se ha puesto en su lugar. No hay rencor en su corazón.
Esa afirmación la alivió sobremanera.
—Igualmente, sería conveniente que me reuniera con ellos.
El maestro se puso en pie y se acercó a ella con paso calmado.
—Antes de irte, hay algo que deberías saber...

El maestro explicó a Nathalie muchas cosas sobre los prodigios, sobre el fallo que tenía el broche del pavo real, sobre la ley de los estados equivalentes por la que se regía el equilibrio del universo. Le explicó los poderes combinados de la creación y la destrucción, y cómo utilizarlos.
—Hay una forma de conseguir lo que Lepidóptero buscaba sin poner en riesgo toda la existencia, y es sacrificar algo del mismo valor a cambio.
—Eso ya lo habíamos sopesado —contestó Nathalie después de dar un sorbo a su infusión.
—Entonces sabrás que el precio a pagar por una vida humana, es otra vida humana, ¿verdad? Además de toda la energía que habrá que utilizar para activar los prodigios para ello.
—Con eso no habíamos contado...
—Pues debéis hacerlo. La energía necesaria equivaldría a una vida completa.
Ella frunció el ceño ante esa afirmación.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que una vida se segará para traer de vuelta otra, y una vida desaparecerá para poder hacerlo.
Pensó un momento antes de volver a hablar.
—¿Y puede ser de la misma persona?
El maestro asintió.
—Puede ser de la misma persona. Y para que te puedas hacer una idea más concreta de lo que aún sigue pasando por tu cabeza... —se acercó a ella y puso un pellizco de unos polvos en su vaso humeante— Ésto te ayudará a sopesarlo con calma, si es que aún te lo estás planteando. 
Nathalie miró su bebida caliente, repasando en su cabeza todo lo que le acababa de decir aquel enigmático personaje, y uniéndolo a todo lo que había vivido durante los últimos años. No se lo pensó demasiado. Se bebió de un sorbo todo lo que le quedaba, y enseguida entró en una especie de trance en el que pudo vivir con nitidez todo lo que ocurriría si accedía a llevar a cabo el plan que llevaban maquinando tantos años, y que ahora sólo le interesaba cumplir por quitarse de en medio y dejar de sufrir.

Marinette removía el café que traía para su suegro. Le había ofrecido una tila, pero en ese momento sólo salía a flote la adicción del diseñador hacia la cafeína, necesitando una dosis urgentemente después de todo lo vivido. Adrien miraba por la ventana, distraído. No quería volverse hacia su padre, aún no.
El primer sorbo que dio a la taza consiguió templar los nervios de Gabriel. Suspiró complacido al notar el amargo sabor en su paladar, y el líquido caliente atravesando su garganta.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó la chica. Él la miró agradecido.
—Sí, bastante.
—¿Sí? —preguntó su hijo con displicencia— ¿Te encuentras mejor? ¡Me alegro! Se lo diré a Nathalie cuando despierte.
—Adrien...
—Seguramente se alegre de saberlo.
—Basta ya, hijo.
—¡No! ¡Basta tú! —gritó enfurecido, más consigo mismo que con su padre— ¿En qué estabas pensando? —Gabriel agachó la cabeza— No sólo has puesto en peligro París por un absurdo sueño, sino que has estado a punto de matarnos en más de una ocasión. Sin contar con que has arriesgado la vida de la única persona que probablemente te ha amado tal como realmente eres.
—Cariño —trató de apaciguar su chica—, no seas tan duro.
—¿Que no sea tan duro? —escupió fuera de sí.
—Tiene razón —interrumpió el aludido—. Me lo merezco. Me merezco todo lo que me digáis. 
—No digas eso, Gabriel —volvió a atacar ella—. Tenías tus motivos. Por suerte no hemos tenido que lamentar nada. Sólo... siento que todos estos años han sido una pérdida de tiempo.
Ninguno se atrevía a decir nada más. Las cartas estaban sobre la mesa y el dolor de la desconfianza era demasiado agónico aún. Ahora necesitaban tiempo para digerir lo que acababan de descubrir, y plantearse cómo lo iban a llevar.
No supieron cuánto tiempo habían pasado en ese estado de común aislamiento, pero ya empezaba a amanecer cuando el timbre de la mansión sonó. El diseñador supo enseguida de quién se trataba y saltó del sitio para ir a abrir lo antes posible. Los chicos se miraron entre extrañados y aliviados. Si de verdad resultaba que la persona que había llamado era quien creían, tendrían que admitir que la conexión entre ambos era algo fuera de lo normal. No iban a tardar en descubrirlo. Se asomaron a la puerta por la que acababa de salir escopeteado el patriarca de la familia para ver que, efectivamente, quien acababa de llegar era una débil Nathalie. En cuanto cruzó el umbral y puso un pie en la mansión, Gabriel tiró de ella para cerrar el portón y abrazarla con fuerza. Sollozaba mientras se encogía como un bebé, y se refugiaba en su cuerpo pidiendo perdón. Ella alzó los brazos para corresponderle lentamente, disfrutando de cada segundo del brutal derrumbamiento del poderoso Agreste ante ella. Adrien quiso acercarse, pero Marinette no se lo permitió. Era su momento, debían dejarles su espacio. Tiró de él por el pasillo hasta enfilar las escaleras que daban a su cuarto, donde se refugiarían hasta que todo estuviera en su sitio con esos dos. 
—Lo siento, Nath —repetía una y otra vez.
—Ya, está bien —le consoló mientras le acariciaba el pelo.
—Me siento miserable.
—Bueno —dijo ella con un toque de guasa—, eso no te lo voy a negar.
Al ver la media sonrisa en sus labios, no pudo evitar lanzarse a besarlos mientras sujetaba su cara con ambas manos. Fue un beso tierno pero necesitado, reparador, en el que consiguieron llenar sus almas a través de la lengua del otro. Lentamente se fueron separando sus bocas para juntar sus frentes, respirándose a escasos centímetros, uniendo sus alientos tal como sus corazones lo estaban.
—Te he fallado.
—No, cielo. Me fallaste cuando decidiste jugar conmigo mientras buscabas solución para tu enferma obsesión por tu mujer.
—Sabes que llevo mucho tiempo sin buscar solución a ese problema... —aseguró con confianza.
—Te he escuchado hablar con tu secretaria varias veces sobre ello.
—¿Sobre...? Espera, ¿crees que le contaría mi secreto más íntimo a la inútil y manipulable Alisson?
—Alice.
—Como sea. Ella me estaba ayudando con otra cosa...
Nathalie alzó una ceja.
—Ajam. Yo también empecé ayudándote con otra cosa.
Gabriel no pudo evitar soltar una carcajada al ver los celos en su mirada escéptica. 
—Me estaba ayudando a buscar algo... para ti.
—¿Para mí?
Pestañeó dos veces tras los cristales de sus gafas sin dejar de mirarle, no creyendo del todo lo que decía.
—Sí, y ten por seguro que no voy a parar hasta dártelo y que lo aceptes —un escalofrío recorrió el cuerpo de Nathalie al oírle decir esas palabras, y supo que se trataba de algo importante—. Pero todo a su debido tiempo. Ahora, creo que tenemos algunas cosas de las que hablar...
La miró inquisitivamente, esperando alguna reacción por su parte. Lo único que obtuvo fue un leve asentimiento de cabeza antes de verla caminar resuelta hacia su despacho. La siguió, hipnotizado por aquella mujer que le traía tan de cabeza y cuando entró, ella ya se había sentado a esperarle. En ese momento deseó lanzarse de nuevo sobre ella, besarla, abrazarla, acariciar toda esa perfecta piel que le estaba volviendo loco. Pero no podía dejarse llevar, no por el momento. Cerró los ojos y soltó lentamente el aire de sus pulmones, relajándose mientras hacía un gesto con la mano para que ella empezara a hablar.
—¿Y qué quieres que te diga?
Él frunció el ceño.
—¿Cómo que...? ¿Tú sabías algo sobre la identidad de los héroes de París? Nuestros enemigos —ella asintió con calma y sin dejar de retarle con la mirada— ¿Y por qué no me lo dijiste antes?
—¿Qué habrías hecho si te lo llego a decir antes, Gabriel? Dime, ¿habrías entrado en la habitación de tu hijo mientras ambos durmieran para quitarles los prodigios? ¿Habrías vulnerado su intimidad y su confianza por tu insano sueño de traer de nuevo a Emilie?
—No, eso no...
—No te pienso dejar que les hagas nada malo a esos chicos. Son niños, ¡joder!
—¡Pero tú también has luchado contra ellos!
Nathalie boqueó intentando encontrar una respuesta para esa afirmación.
—Me he enterado tarde de quienes eran, y siento muchísimo lo que hice —colocó una mano en su mejilla y la acarició con dulzura—. Como tú, ¿no es así?
Gabriel apartó la vista frunciendo aún más el ceño, y gruñendo por la exasperación.
—Joder, ¿cómo he podido estar tan ciego? Casi mato a mi propio hijo...
Ella le abrazó de nuevo y él se dejó arrullar sin problemas. Mientras le acariciaba el pelo podía notar el latido de su corazón golpear fuerte contra su pecho. Estaba nervioso, muy afectado por lo que acababa de descubrir. Aún no lo había asimilado.
—No podíamos saberlo. Pero ya ha pasado todo, y no tenemos que lamentar nada —se apartó un poco de él para volver a capturar su mirada—. Ahora lo mejor es olvidarlo todo y seguir hacia delante.
Él sonrió. Sabía a lo que ella se estaba refiriendo, y estaba totalmente de acuerdo con ello. Asintió perdido en sus preciosos ojos azules, y no dudó en atrapar sus labios y buscar consuelo en su boca. Nathalie aceptó gustosa aquella petición de perdón y le correspondió sin poder evitarlo. Subió las manos hasta su cuello y se abrazó a él, uniendo todo lo posible sus cuerpos con esa acción. Gabriel la rodeó con sus brazos, apretándola como si no quisiera soltarla nunca. Y en parte, así era. Guardaba el anillo de compromiso que había mandado fabricar para ella en el último cajón de su escritorio desde que Alice se lo había traído el día anterior. Ese fue el momento en que decidió gastar su último cartucho y escribirle un mensaje, tratando de llamar su atención. ¡Y qué resultado! No se había esperado nunca que funcionara tan bien.
—Estoy totalmente de acuerdo, amor —contestó él separándose unos milímetros de sus labios—. Lo olvidaremos todo y seguiremos hacia delante.
Ella volvió a besarle una vez más, un beso corto y fuerte.
—¿Estás seguro? —él asintió— ¿Quieres olvidarlo todo?
Tan sólo respondió con una palabra.
—Todo.
Su sonrisa no se hizo esperar. No podía con él, el amor que sentía por Gabriel podía superar cualquier problema que hubiese surgido entre los dos, cualquier situación que hubiesen vivido, cualquier acontecimiento pasado del que no se sintieran orgullosos. Él solamente tenía que llamarla, ella estaría ahí siempre que la necesitase. Sin poder contenerse ante sus sentimientos, abrazó al hombre con necesidad mientras una punzada en el corazón la recordaba que no estaba siendo del todo sincera con él.
—¿Y si te dijera que hay una forma de recuperar a tu esposa?
El diseñador dejó de respirar por un momento. ¿Sería verdad lo que le estaba diciendo? Y de ser así, ¿por qué se lo decía ahora?
—No entiendo a qué te refieres.
—Pues que sé cómo podemos traerla de vuelta. El guardián de los prodigios me lo explicó. ¿Quieres...?
—¡No! —exclamó exaltado el otro— ¿Cómo puedes proponerme una cosa así?
—Bueno, llevas años persiguiendo esa idea. Ahora yo te la puedo conceder.
Él sacudió la cabeza y se aferró de nuevo a la mujer que tenía entre sus brazos.
—Las cosas han cambiado, cielo —y separándose de ella, fue hacia su escritorio para coger la cajita de terciopelo que guardaba en él—. Y lo único que quiero que me concedas es ésto.
Colocó el estuche delante de ella y lo abrió para mostrarle la joya. La asombrada mirada de Nathalie se empezó a humedecer al comprender de qué iba la situación.
—Gabriel, yo...
—Cásate conmigo, Nath. Empecemos de cero, juntos.
Los sollozos de la mujer empezaron a hacerse notorios, y cuando alargó la mano para tomar el anillo y colocárselo en el dedo, ya no podía contener el llanto de felicidad. Todo su cuerpo temblaba, y el diseñador no pudo evitar enternecerse ante aquella preciosa visión. Había aceptado. Después de todo lo que habían pasado, ella había decidido que quería quedarse a su lado por el resto de sus días, haciéndole el hombre más feliz del mundo. 

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