Prologo

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Rizos rojos del color vivo del fuego bravo. Perfectamente peinado con unos mechones volando ante los azotes de la fresca brisa de aquella tarde de un otoño, que decoraba el amplio cielo de cálidos tonos de naranjas y amarillos; suaves y esponjosas nubes que tomaban la tonalidad rosa disfrazándose de dulce algodón de azúcar. Un día precioso para celebrar una boda, una linda boda pequeña donde los bellos y cálidos colores que contrastaran ante el vestido blanco de la novia, que caminaba hasta el altar para llegar al hombre que la desposaría.

Él hombre de cabellos blancos perfectamente peinados hacia atrás, con las manos sudorosas por los nervios que lo traicionaban. Enfundado en un pulcro saco azul marino, que le había costado innecesariamente muchísimo dinero que le obligaron a comprar, porque siendo él hubiese solamente alquilado un traje y listo. No es como si los invitados fueran a recordar su vestuario toda la vida, la novia siempre sería el centro de atención. Pero bueno, todo fuera para complacer a la quisquillosa madre de la novia.

Recibió a la novia del brazo de su padre, con una sonrisa en el rostro. Ella estaba reluciente, no podía negarlo.

Ambos jóvenes. Jóvenes, torpes y algo asustados como algo entusiasmados. Ambos esperando a un bebé.

Mientras el ministro hablaba todo lo que tuviese que decir en esa boda, todo sobre la fidelidad y la vida de un matrimonio joven guiados por la mano del señor. Todo se escuchaba como un maldito disco rayado que repetía una y otra vez. Merida y él ni siquiera iban a la iglesia. Pero nuevamente la madre de aquella pelirroja había tomado el control de absolutamente todo.

Jack pensaba en todo lo que ocurría en ese preciso momento. En cómo había llegado hasta ahí, junto a una muy hermosa mujer de belleza escocesa y su rostro delicado pintado por claras pecas esparcidas por sus mejillas y la nariz, lista, bastante inteligente y hasta era un poco engreída por eso. Una hermosa mujer que fácilmente lo desquiciaba como ninguna otra podía llegar a hacerlo. Lo volvía loco, y no siempre de la buena manera... casi nunca de la buena manera.

No estaba en sus planes enamorarse de ella, ni siquiera pensó en hablarle alguna vez. Estudiaban en la misma universidad, pero nunca cruzaron una sola palabra, una mirada o quizá una sonrisa. No es como hubiesen hablado y tuvieran románticas conversaciones hasta la madrugada, no, en realidad ni siquiera se había atrevido a hablarle nunca. Esa era la verdad.

La observaba cuando realizaba sus tareas en la biblioteca, absorta en lo que estaba escribiendo. El estuviera haciendo sus tareas, pero ese molesto repiqueteo que Mérida realizaba con sus pies contra el suelo, lo volvía loco y lo desesperaba. Cuando él hacía su tarea de historia a unas mesas separada de la pelirroja, debía ponerse los audífonos a todo volumen para evitar escuchar los golpes contra la madera. E incluso hacer la tarea con música le era imposible concentrarse del todo, y sobre todo, le frustraba tanto que ella se vieran tan preciosamente concentrada y analítica en lo que hacía, como si no hubiera nadie a su alrededor molesto por el sonido que realizaba con sus pies y la madera.

Y es que, era tan fácil como irse de ahí a otra mesa, irse a otra parte de esa maldita biblioteca para trabajar, pero ¿por qué irse? Tenía el lugar perfecto, junto a la ventana que le permitía luz natural y clara para leer sus libros, estaba bajo la ventila así que no tendría que soportar calor y encima de eso, era una de las únicas sillas que tenía un colchoncito cómodo.

Y siempre llegaba a la misma hora, los martes y jueves después del almuerzo. Pocas veces la veía acompañada, y aunque fuera con amigos, ella estaría con audífonos y concentrada. Después de un tiempo, se le hizo costumbre verla entrar siempre después de él, arrojando su mochila sobre la mesa, recogiendo su cabello alocadamente rizado, poniéndose los audífonos y comenzando a tambalear su pie para repiquetear contra la madera.

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