Capítulo 8

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Tu pecado

No pensó exactamente que decirle a Mérida sobre alguna excusa para salir un sábado, días que normalmente era raro que saliera. De hecho, nunca salía porque se le era muy difícil siquiera levantarse del maldito sillón. Lo más lejano era al parque con su hija cuando su esposa decidía ir con su madre. O incluso salían en familia rombo a casa de sus tíos, pues al menos allí ninguno era juzgado como en casa de su suegra.

Y no quería ser totalmente sincero, es decir, tampoco es que era fanático de ser honesto, pero mentir tampoco le resultaba bien. Pero en este caso, decir que saldría con una compañera de trabajo, sería digno argumento para pelear lo que restaba del día y su niña ya tenía los suficientes dolores de cabeza para agregarle más por escuchar a sus padres pelear... Otra vez.

— ¿Entonces solo así? ¿Te vas?

— Te lo dije ayer.

Mérida enarcó una ceja confundida, pero no enfadada — Tú nunca sales los sábados.

— Lo sé, ¿increíble, no? — se aseguró de tomar sus llaves y acercarse más a la puerta antes de que preguntara más y más cosas — Volveré más tarde.

— ¿A qué hora, exactamente?

Lo pensó, realmente lo pensó — No lo sé, pero no creo tardar. Es solo un partido escolar.

— De acuerdo, ve con cuidado — le deseó, quedándose recostada en el sofá pendiente de alguna cosa que veía en su teléfono — ¡Traes algo de cenar!

— ¡Bien!

Verdaderamente nunca tenía problemas con ella por salir sin más a alguna parte, en general la que salía era su esposa para después subir algunas fotos a sus redes de su estadía con amigas en algún bar. Nunca llegaba demasiado tarde y tampoco ebria. Y sí él hacía lo mismo, lo cual era poco usual, no había un problema real.

Durante el camino tenía una extraña sensación en el estómago. Pensó durante el camino mientras viraba su carro por la dirección que la rubia le había dado, y en ese instante se dio cuenta que esa sensación se trataba por ella. No era nada malo, o quizá sí. Probablemente si lo fuera, porque notaba esa intensión coqueta con la que ella se acercaba, no era imbécil. Ayer, justo pensaba como le miraba al saber lo del libro, su sonrisa. Su lenguaje corporal, en general no era nada disimulado. Y entonces, ¿qué le hacía creer que ella quería disimular algo? Si era tan directa y al mismo tiempo era tan natural, como si no le costara nada coquetear.

Lo peor del caso, es que no sabía exactamente que pensar de ello. No le disgustaba, pero tampoco... Era imposible no notarla, la tensión, sí que la había. Y ella la creaba, sola, sin ayuda y lo adentraba a esa posición en la que no esperaba verse nunca. Le afectaba, claramente, aunque aún no descubría en qué manera. O al menos, no quería admitirlo.

Además, se sentía culpable, un poco, es decir... Su hija estaba enferma, tenía cargos en su casa, la escuela, su padre. Maldita sea, era una gran montaña de cosas que tenía en su espalda que le imposibilitaban sentirse pleno con salir con una amiga... Compañera de trabajo... o Elsa, lo que sea. Tenía derecho de tomarse un descanso de eso, pero ¿Quién era el para hacerlo? Mérida era la que había cuidado de Adaria, no él. Su tío era quien se había encargado de alejar a su padre, no él. ¿Por qué se tomaba atribuciones que no le pertenecían?

Se le complicaba el simple hecho de salir solo una maldita tarde, sin tener que pensar en otras cosas.

Fue en cuanto llegó a la academia que se dio cuenta que podía hacerlo, y que no iba a pasar absolutamente nada si se relajaba un poco. Trató de convencerse que lo mejor era no pensar mucho en eso, al menos intentó persuadirse para engañar a su cabeza.

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