Cᴀᴘɪ́ᴛᴜʟᴏ Uɴᴏ.

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—¿Estás bien, mamá?

Un niño se asoma por la puerta al escuchar algunos sollozos por parte de su madre. Su mirada se llena de preocupación e internamente se pregunta si es él el motivo de su lamento.

—Estoy bien, cariño, ve a tu habitación.— dice, seca sus lágrimas y sonríe un poco.

Se acerca a su pequeño, acomoda sus cabellos y acaricia su mejilla con suavidad.

Emma es una hermosa beta de cabello negro, piel clara y suave, con unos expresivos ojos color chocolate.
Está casada con otro beta, Gerónimo, un hombre serio de ojos verdes y piel bronceada.

Tuvieron un hijo y fue Emma quien le dio el nombre, pues a su esposo no le importaba el asunto.
El niño había salido igual a su madre, a excepción de sus ojos. El pequeño tenía una de sus iris coloreada de un celeste profundo y la otra de un marrón chocolatoso.

Fue esto lo que ocasionó el disgusto de su padre. Gerónimo demostró al instante su rechazo por el niño.
Creía que su esposa lo había engañado, pero Emma se mantuvo firme y el beta, al amarla tanto, se quedó a su lado.
Sin embargo, ignoraba al pequeño.

La joven pareja vivía en un pueblo cerca del bosque, donde todos los habitantes eran betas, a excepción del dueño, quien era un Alfa bastante serio y territorial.

Éste Alfa despreciaba a los Omegas.

Se decía que su compañera de vida se suicidó por culpa de otra Omega que se obsesionó con él. Por esa razón, compró un gran terreno donde fundó el pueblo. Un lugar donde estaría rodeado de betas y uno que otro Alfa, sin preocuparse por lidiar con algún Omega.

Emma y Gerónimo no planeaban tener hijos cuando se mudaron a ese lugar. No querían, eran jóvenes y al beta no le agradaban los niños.
Emma estuvo de acuerdo con él, siempre tomaba sus pastillas a tiempo y se cuidaban cada vez que tenían sexo. Jamás pensó que aquel incidente pasaría.

Al tiempo de haberse instalado, la beta se enteró de su embarazo, y aunque no sabía cómo enfrentar aquel suceso, Emma decidió tenerlo y lo adoró desde el principio, sin molestarse ante la falta de interés de su esposo y la posible reacción de aquel Alfa.

Emma estaba segura que el niño sería beta. Sin embargo, a medida que su hijo crecía se percató de los cambios que atravesaba. Las facciones del niño se iban suavizando y, aunque ella era una beta, podía percibir un dulce aroma.

Un aroma casi imperceptible, pero que allí estaba y que amenazaba con destruir su vida.

La beta comenzó a preocuparse por el futuro de su hijo e hizo lo que cualquier madre desesperada haría.
Lo ocultó en su casa y cuidó que nadie se enterara de su existencia hasta poder reunir el dinero suficiente para irse a vivir a otro lado.

Su esposo no era de mucha ayuda. Cada día le recriminaba su descuido y decía que Ethan no era hijo suyo, dejando a Emma con toda la responsabilidad, pero al menos la apoyó en su decisión de ocultar al niño.

El tiempo pasó rápidamente, la beta cuidaba cada paso que daba, estaba alerta ante cualquier cambio que ocurriera a su alrededor, pero aun así, se lamentó día y noche el no poder ayudar a su hijo.

Ethan se mantuvo encerrado, no fue al colegio, no convivió con otros niños, lo alejó completamente de la realidad y le oculto su condición como Omega, pues ella no tenía ningún conocimiento del tema.

El niño vivía en una burbuja, donde su madre y los libros eran su única compañía.

Sin embargo, una noche sin previo aviso, Ethan comenzó su primer ciclo de celo.
Emma fue la primera en ir corriendo a ayudar a su hijo, ordenando a Gerónimo que cerrara todas las ventanas y puertas. Pero eso no impidió que algunos vecinos, curiosos, se acercaran a la casa al sentir el fuerte y dulce aroma.

Dᴇsᴛɪɴᴏ.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora