Dejar ir lo que te hace mal

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La cara de Eva no fue precisamente de alegría cuando vio entrar a Francis; que traía el rostro rasguñado y en el labio un ligero corte que lo hacía lucir como si fuera un criminal, matón. 

Su cara estaba golpeada,  también sus brazos tenían pequeñas cicatrices. “¿Tanto tiempo ha pasado que sus heridas están a medio sanar?” pensé mientras me acomodaba en la cama, haciendo las almohadas hacia atrás para apoyarme en ellas.

Miré detenidamente al pelinegro que traía unas ojeras grandes; al ver su expresión supe que algo andaba mal. Se veía cansado, más delgado y muy descuidado. Su barba comenzaba a parecer por sus mejillas sin color, y bajaban hasta su barbilla.

—Hola…—susurró sin aliento, acercándose a nosotros. Ignorando el hecho de que Eva estaba a mi lado.

—¡Hey! —saludó Nicholas haciéndose a un lado para que el pelinegro pasara—. Te veo mejor—dijo algo tímido y sonrojado.

¿Le habrá gustado Francis? Eso seria muy loco si fuera real.

—¿Y cómo sigue tu hermana? —preguntó esta vez la rubia que miraba con calma al muchacho que me miraba a los ojos fijamente, como si quisiera hablar a solas.

—Sí, ¿Dónde —exigí saber— dónde está Miranda? ¿por qué no está aquí contigo? —Mis ojos comenzaron a moverse para buscar alguna respuesta en Francis, pero él no parecía querer hablar.

El muchacho miró de reojo a Eva, y después me miró a mí. Ahí entendí que quería estar solo conmigo. Seguidamente miré a la rubia y luego a Nicholas. Al parecer aquella caprichosa comprendió, tomó de la mano a su amigo, tirando levemente del flacucho.

—Chao, Ty…—me dijo la muchacha encogiéndose de hombros.

Así fue como por primera vez terminé mi relación tóxica con la que una vez fue mi mejor amiga. Una despedida sin gritos, sin dramas y sin groserías.

Me dolía verla partir, pero a la vez estaba segura de que cuando saliéramos del instituto nunca nos volveríamos a ver más. Ella sería la abogada que soñaba ser y yo me dedicaría a viajar de un lado a otro. Nuestros hijos nunca nos dirían tías, ni tomaríamos el café juntas mientras nuestros esposos jugaban billar. Ni tampoco envejeceríamos juntas recordando nuestra juventud.

Al fin me daba cuenta-aunque me doliera- que ninguna de las dos éramos iguales. Ella era popular, linda, sexy; le fascinaba quedar ebria y bailar hasta caer. Y yo, bueno, era muy diferente a ella. Incluso hasta físicamente éramos muy diferentes.

—Vale, Eva… Tú también te cuidas—sonreí intentando darle mi mejor sonrisa, aunque mis ojos dijeran otra cosa.

Ella supo también que esta era nuestra última vez, lo pude ver en sus ojos verdes que se cristalizaban como los míos. Un “te quiero” fue lo último que artículo antes de darme la espalda y salir por la puerta.

Nicholas me dio un corto beso y se marchó detrás de la rubia.

—Ella estará bien, Tara. —Me interrumpió la ronca voz de Francis que se sentaba en sillón celeste que había en el cuarto.

No sabía si hablaba de Eva o de Miranda.

Respiré hondo para no llorar y volver a la realidad en la que estaba la chica azabache.

Aclaré mi garganta y pregunté:

—¿Qué día es? —Arrugué mi rostro al sentir un dolor en mi estómago —. ¿Me vas a decir dónde está Miranda? —Miré al chico que se pasaba la mano por el cansado rostro.

No Me Llames GordaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora