Se agota el tiempo

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—Necesito ir al pueblo, Rodrerich, nos hace falta de todo. Y he dejado encargos que tengo que recoger.

Habían pasado tres semanas desde la última visita; las noticias de Teresa le habían dejado pocas ganas de volver, y una nevada ligera había vuelto el camino peligroso. Ahora que unos días de buen tiempo habían derretido la nieve, no podía alargarlo más y arriesgarse a quedar incomunicados de nuevo.

Rodrerich empuñaba la mecha humeante con expresión testaruda. En un acuerdo tácito, ninguno de los dos había intentado usarlas desde la primera vez. A Julia le atemorizaba lo que podía averiguar cuando él contase su historia; los motivos de él para retrasar la conversación los ignoraba.

Pero cuando Julia le había indicado que tenía que volver al pueblo y que él no podía acompañarla, Rodrerich había entrado en franca rebeldía; la había agarrado de la muñeca y arrastrado hasta el cajón de las mechas.

—Esta vez estoy ataviado, calzado, rasurado y peinado. Puedo acompañarte.

Julia se frotó las manos intentando encontrar argumentos.

—Es un pueblo muy pequeño, cualquier desconocido llamaría la atención. Más todavía un extranjero.

—¿Y qué? ¿No teneis visitas? Diles que soy médico y me conociste en una convención.

Julia había vivido las últimas semanas con miedo de recibir una visita de la policía, y aún estaba preocupada. Quizás se habían librado porque nadie estaba registrado como habitante en el pueblo. Su dirección oficial aún era la casa de sus padres en Madrid.

—Puedo parecer totalmente humano, te lo aseguro —insistió él—. Puedo parecer muy inofensivo.

Agarró uno de los gruesos libros de Julia, se lo puso bajo el brazo y echó los hombros hacia delante. Hizo ademán de colocarse unas gafas con gesto tímido.

—Eres un payaso, ¿sabes? —rió Julia.

—¿Eso es un "sí, puedes venir conmigo"?

—Rodrerich, no quiero dar explicaciones de porqué estoy viviendo con un tipo... tan pronto.

—No puedes vivir pendiente del qué... —Se paró en seco, mordiéndose los labios. Pareció reflexionar—. Perdona. Haz como desees.

Se sintió aliviada. Cuanto más conocía a Rodrerich, más se daba cuenta de que no estaba acostumbrado a plegarse a la voluntad de otros.

—¿Volverás pronto?

Parecía inquieto y desconsolado. Debía ser cierto que a su raza le dolía la soledad incluso más que a los humanos. Quizás por eso Ilbreich había aceptado el riesgo de dejar a su hermano con una desconocida.

—Claro que sí. Y te traeré un jugoso hueso de la carnicería —Le provocó para animarlo.

—Yo te recibiré meneando la cola —contratacó él con retintín.

Y eso era algo de lo que tampoco quería hablar. Apagó la mecha. No podía decir que Rodrerich la hubiera presionado desde que lo mandó a dormir a la alfombra. Pero también estaba segura de que bastaría con palmear el colchón para que él saltase de vuelta a su cama.

«Y ¿Qué quiero hacer yo?» Pensó de camino al pueblo. Que lo deseaba, era obvio. Que sentía ternura, era algo tan real como confuso, mezclado con los días en que solo parecía un perrazo bonachón y herido. Sabía muy poco de él realmente, y no estaba segura de querer enterarse de más.

«Y se irá» No podía permitirse consolar su dolor unas pocas semanas para luego empezar de cero, otra vez en soledad. Estaba demasiado en carne viva para despellejarse de nuevo.

Había sido mucho más fácil cuando lo podía imaginar solo un sueño demasiado vivo, una fantasía. La realidad de él la asustaba.

Encontró el pueblo más desangelado que de costumbre, había tiendas cerradas y menos ociosos en los bares de la plaza. Incluso la familia de hippies que vendía artesanía local estaban ausente, seguramente invernando en climas más cálidos. «No puedo quedarme aquí cuando él se marche». Quizás era ya el momento de enfrentar la pérdida y volver a Madrid.

Aún le estaba dando vueltas a la idea mientras entraba en la tienda de Teresa. Desde el mostrador la saludó la figura corpulenta y animosa de una de sus tías.

—¡Julia, cariño!

Salió para plantarle dos besos, mientras Julia, apurada, intentaba recordar su nombre. La familia de Teresa estaba enraizada en toda la comarca, era bulliciosa e innumerable. De jovencitas el rosario de bodas, bautizos y cumpleaños a los que Teresa estaba obligada a asistir les parecía una pesadez. Ahora en cambio Julia envidiaba la red de manos que sostenían a su amiga.

—¿Teresa no está?

La vista de la mujer se desvió a una de las cabinas. Julia vió en ella a un hombre girado, escuchando sin mucho disimulo.

—No, cariño. Está en Palencia. Encarna está otra vez ingresada. ¿Te acuerdas de Encarna?

—Claro —mintió.

La mujer se parapetó de nuevo tras el mostrador, lanzando aún miradas irritadas hacia la cabina.

—¿Qué necesitas?

—Teresa me había encargado unos libros. ¿Puedes mirar si han llegado?

—Por supuesto, cariño. Espera aquí.

Desapareció en la trastienda y de inmediato, como si hubiera estado esperando, el desconocido se acodó en el mostrador demasiado pegado a ella.

—¿Eres del pueblo? —hablaba con voz monótona y aburrida, casi sin inflexiones—. No te había visto antes.

—Usted no lo es.

—No, bien visto —Una sonrisita poco sincera desmentía el halago—. ¿Conoces a la dueña?

—De toda la vida.

Julia se apartó un par de pasos y se giró, intentando cortar la conversación aun arriesgándose a parecer maleducada. No era solo que el tipo le pareciera impertinente, también olía fatal: un aroma químico, como la colonia barata cuando envejece en la piel.

—Tus libros han llegado, cariño. Teresa te los había dejado apuntados... —Se refrenó al ver al hombre junto a ella, luego siguió andando, casi desafiante—. Son estos, ¿verdad?

—Me marcho —interrumpió él—. ¿Le dirá a la dueña que me he pasado otra vez, y que me gustaría hablar con ella?

—Si, si. Cuando vuelva. Tenemos a un familiar enfermo, ¿sabe?

Julia entre tanto revisaba los libros. El de sagas era más grande y más bonito de lo que esperaba, con reproducciones de láminas en el interior. Estaba hojeándolo cuando, para su indignación, el tipo se lo quitó de las manos.

—¿Un idioma nórdico? —Lo examinó por ambos lados—. ¿Lo hablas?

Julia se lo arrebató de vuelta.

—¿Te importa mucho? Lo estoy estudiando. Nei significa "no". Ya mirare ahora como se dice "Y déjame en paz".

Él plegó una nueva sonrisa tan grande como falsa.

—Perdona. Te dejo entonces.

—¿Quién era ese imbécil? —preguntó Julia antes de que la puerta se cerrase, lo bastante alto como para asegurarse de que él la oía.

La tía de Teresa aguardó a que se alejase para contestar.

—De la policía. Uno de esos de Madrid.

Rey LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora