Mesas de piedra

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—Estamos llegando, bella durmiente.

Julia abrió los ojos desorientada. Por un momento creyó que estaba entre cojines de pelote, luego comprendió que uno de los hombres lobo, semi-transformado, la estaba llevando en brazos. Por el color y el tamaño debía ser Ilbreich. A su lado, diminuta en su forma humana, Teresa la zarandeaba con suavidad. Había sacado de algún sitio calzado y ropa militar raída que le quedaba demasiado grande. 

—Dios... perdón. ¿Cuándo me he quedado dormida?

—Mientras parcheábamos a los turistas —Señaló con la cabeza hacia Ilbreich, que le correspondió con un guiño—. Chiquitín se ofreció a llevarte, y parecía que lo necesitabas. Te dejamos dormir.

Julia miró alrededor: les rodeaban otros dos hombres en ropa militar, y una decena de lobos esbeltos, de color pardo rojizo. En medio Rodrerich, con su pelaje blanquinegro, destacaba como una mancha de nieve en el bosque. 

«Vaya fracaso de camuflaje invernal, pobre» 

Volvía a cojear, le pareció que incluso de la misma pata. Ella también tenía las piernas vendadas y se sentía aturdida.

—¿He tomado algo? ¿Algún calmante?

—No, no... tranquila, no te hemos dado nada que te pueda perjudicar. Enfrentar una guerrera de improviso ha debido ser un choque tremendo, no es raro que te sientas floja. Y llevas un par de días duros por lo que ha contado Chiquitín.

—Se llama Ilbreich...

—Allá él, yo no pienso pronunciar eso.

El pecho contra el que Julia se recostaba tembló de risa. "Chiquitín" se giró hacia su hermano y comenzó a soltar una parrafada en un noruego sibilante, proyectado entre demasiados dientes. Teresa alzó la mano y la cerró con brusquedad alrededor de su barbilla.

—Vuelve a hacerlo y te parto la mandíbula ¿Estamos? Aquí se habla en algo que yo pueda entender.

Ilbreich se paralizó de inmediato, al igual que los demás. Julia sintió la tensión dispararse y algunos lobos empezaron a aumentar de tamaño. Despacio, caminando con la cola inmóvil y la cabeza gacha, Rodrerich se colocó entre Teresa y su hermano. Se tumbó y puso la cabeza sobre las patas, en una postura que hablaba más de acatamiento que de sumisión.

—Ruego disssculpasss —moduló despacio Ilbreich—. No olvvvido másss.

Teresa asintió con la cabeza. Al momento la columna volvió a ponerse en marcha, en silencio, con los dos hermanos en el medio y rodeados por los demás lobos. Julia miró a su amiga, dándose cuenta de que en todos estos años no la había conocido en absoluto; ella le palmeó un brazo y sonrió.

—No pongas esa cara de susto, cariño. Oye, igual llegamos a casa, hablamos con la abuela y todo resuelto; tus turistas resultan ser buena gente y Chiquitín y yo compartimos una cerveza. Pero hasta entonces, no me arriesgo.

—Zzzzervezzza esss bien —asintió Ilbreich. Frotó el hocico imposible contra la coronilla de Julia, como si él también quisiera calmarla.

Habían subido dejado atrás el límite de los árboles, y ahora caminaban entre matorrales y praderas de hierba escuálida. Una gran afloración rocosa con una grieta en medio coronaba la colina. 

La columna apresuró el paso hacia la grieta, más animados. Julia se dió cuenta de que dos más cojeaban y casi todos tenían algún vendaje. Después de ver a Rodrerich recuperarse en minutos de los balazos se había preguntado qué le había podido causar las heridas que traía cuando lo conoció. Ahora ya lo sabía.

—Escondite, dulce escondite. Bienvenidos a Mesas de Piedra. 

Con estas palabras Teresa se hizo a un lado e hizo señas a Ilbreich de que pasara delante. Julia vio al fondo de la grieta una abertura rectangular, un gran dintel construido con tres piedras apenas desbastadas. Un corredor cubierto y pavimentado con las mismas lajas enormes descendía en pendiente por el interior de la colina. 

—¿Vamos a meternos en un megalito? —preguntó Julia con desmayo. No parecía más hospitalario que la madriguera. Parpadeó intentando ajustar sus ojos a la penumbra. 

—Vamos a meternos por un megalito —rió Teresa.

Julia vió al final del corredor una cámara circular y vacía. «Espera, ¿dónde están los demás?» Los compañeros de Teresa los habían rodeado todo el tiempo, por lo menos tres lobos habían entrado delante…

Ilbreich tropezó, como si hubiera encontrado un escalón inesperado; una luz imprevista se estrelló en los ojos de Julia cegándola y comenzó a oír un guirigay de voces. 

—Os esperábamos a comer, la abuela está que trina… 

—¿De dónde habéis sacado…? 

—¿Eran seis guerreras? —Una voz infantil y excitada—. ¿De verdad? ¿Las habéis…? 

Julia se hizo pantalla con la mano. Estaban en una construcción circular de varias filas de piedras adinteladas, una versión ciclópea de la cámara que acababan de abandonar. La luz provenía de lámparas de batería desperdigadas por las paredes. La la sala tenía seis enormes portones distribuidos en círculo y cerrados por cortinas. En el espacio libre se amontonaban mesas y sillas, unas pocas de madera antigua y labrada; la mayoría de plástico plegable. 

Entre la multitud que los rodeaba Julia distinguió a muchos de los familiares que Teresa le había presentado con los años; otras caras las conocía de vista, gente del pueblo que regentaban tiendas o bares. Para su sorpresa, la familia de hippies también se encontraba allí.

Ilbreich descendió al maremagnum por una escalera de piedra sin barandillas, que nacía aparentemente del muro. Julia miró tras su espalda: una rodilla, un pantalón militar salpicado de barro y luego Teresa al completo surgió de la pared, seguida a pocos pasos del resto de los lobos. 

—Voy a hablar con la abuela, vosotros esperad aquí. Diré que entre tanto os traigan de comer. —Señaló a Ilbreich con el ceño fruncido— . Y tú, Chiquitín, cambia. No andes cerca de los niños con esas uñas tan largas. 

Ilbreich dejó a Julia y volvió a tomar su forma humana. 

—¿Cerveza ahora?

—En un rato, quizás.

Teresa giró en redondo y desapareció tragada por los cortinones más cercanos; alguien puso en manos de Julia un cuenco colmado de guiso caliente, y durante los siguientes diez minutos no tuvo en mente otra cosa que engullir.

Rey LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora