Quemar las naves

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Bajo la cúpula de piedra la tensión era como gas acumulándose, mientras un murmullo continuo sacudía a la pequeña multitud preparada para marchar. A la derecha de Julia reposaba una jaula con parihuelas, encerrando un lobo anestesiado. A la izquierda una mujer de pelo blanco organizaba a tres niños como si fueran un diminuto ejército. Olaya, al pie de la escalera ciega, impartía órdenes.

Primero atravesaron la pared un grupo de cambiantes en forma de combate, después mujeres y hombres jóvenes cargando jaulas y grandes mochilas. Después los ancianos y niños. «Y embarazadas». O le habían reservado ese sitio sabiendo que era inútil para el combate: nunca había aprendido ni a soltar un puñetazo en condiciones. Cuando le llegó el turno trepó la escalera con más soltura de lo que esperaba. La mochila prestada le hacía daño en los hombros, y pese a los dos pares de calcetines las botas le quedaban tan grandes que le harían rozaduras sin remedio.

Alzó la mano, con miedo de partirse la nariz contra la piedra. Por unos instantes la sintió bajo los dedos, como si los hundiera en mercurio frío y resbaladizo. «Sigue andando, sigue moviéndote». Cerró los ojos y avanzó. Aire frío y olor a barro. Se arriesgó a echar un vistazo y se encontró andando por el túnel de piedra, hacia un recuadro de noche. Más allá del dintel los linajes se agrupaban, rodeados por un círculo protector de cambiantes. Julia apresuró el paso para no colapsar la salida.

—Julia ¿Puedes hacerte cargo de ellos? —Diego empujó hacia ella a tres niñas y un niño de menos de diez años—. No dejes que se separen.

Se alejó antes de que Julia pudiera responder. Los niños la miraron con ojos enormes y la menor huyó de inmediato detrás de su padre. Una manaza la agarró de los tirantes del peto y la levantó en el aire.

—Ayudo —declaró Ilbreich mientras se colocaba a la nena en el hombro. Estaba en forma humana pero desnudo, preparado para cambiar. Y la sonrisa que dedicó a Julia era todo dientes.

«Está asustado».

Fue consolador, de alguna manera. Que incluso aquella montaña de músculos hiperactiva sintiera miedo en medio de aquella huída nocturna.

Olaya surgió del megalito, la última.

—Romped los sellos —ordenó sin volverse. Ilbreich tomó aire entre los dientes, con un silbido.

Diego y tres mujeres del linaje movieron las manos sobre el dintel. Una de las mujeres canturreó una melodía sin palabras, Diego alzó un martillito de ofebre y un diminuto cincel. Los golpes encajaban como campanillas en la melodía. Después se oyó un sonido de avalancha, rocas resbalando unas encima de otras. Una luz plateada iluminó la galería y por un momento Julia vio más allá del fondo la inmensa sala de piedra.

La sala colapsó. No se derrumbó, sino que techo, paredes y suelo se juntaron en el centro con un quejido rocoso. Los colores se diluyeron en un gris brillante, como nubes de tormenta con el sol detrás. El colapso creció hacia la entrada, la alcanzó y luego hubo una rajadura en el aire. Por unos segundos, Julia vio a través de la grieta una retícula de luz multicolor, como una red neuronal hecha de luz. Era tan bello que dejaba sin aliento. Luego la rajadura se cerró y Julia se encontró parpadeando como un búho, cegada en la brusca oscuridad. A su alrededor se oían llantos ahogados. No quedaba rastro de la entrada, incluso el peñasco que coronaba la cima había desaparecido. Se oyó de nuevo la voz de Olaya, ronca y dura.

—En marcha.

La multitud a su alrededor se recolocó, alzó bultos y agarró niños. Diego apareció corriendo, con lágrimas resbalando por la cara. Tomó a la chiquilla de brazos de Ilbreich.

—Suerte, principe.

Ilbreich asintió. Luego abrazó a Julia con mochila y todo, levantándola un palmo del suelo.

—Cuida mucho, mucho. Y cuida también mi hermano ¿si? Hasta yo vuelva.

La bajó sin más explicaciones y se alejó. Por el camino Julia vio a Rodrerich interceptarlo; se tomaron por los hombros y juntaron frente contra frente. Cuando se separaron a Julia le pareció que Rodrerich le dejaba ir de mala gana. Se quedó inmóvil, viendo a su hermano reunirse con otros tres cambiantes, tomar forma de lobo y partir al galope. Julia tuvo la impresión de que los encabezaba Teresa; pero no podía estar segura a la luz escasa de la luna.

—¿A dónde van? —preguntó a Diego, que intentaba organizar el cuarteto de niños mientras avanzaban. Julia tomó de la mano a la niña mayor.

—A bailar con el Enjambre. Somos demasiados para pasar desapercibidos, así que ellos llamarán su atención en el otro extremo del valle. Se reunirán con nosotros... cuando puedan.

—Si pueden. —Hasta para lo poco que ella sabía, la maniobra sonaba peligrosa.

Él no la desmintió. Observó por un momento también a Rodrerich, que había cambiado a la forma de lobo. Con el resto de cambiantes corría arriba y abajo, alrededor de la columna, olisqueando vigilantes. Diego sacó un medallón de uno de los bolsillos interiores de la cazadora.

—Toma. Es una caracola... un traductor. Algo un poco más eficaz que las velas.

Julia lo observó con curiosidad. Era de piedra y unos tres dedos de diámetro, con un simple cordel para llevarlo al cuello. Tenía forma redondeada y un relieve espiral radiado de pequeñas crestas. Parecía una copia muy tosca de un fósil de amonites.

—Lo he estado tallando para Teresa —explicó Diego—. Pero ella no lo va a necesitar de momento y tu Rey Lobo acaba de quedarse sin traductor y sin familia.

«Y vuestra raza no soporta bien la soledad» recordó Julia. Le hubiera gustado explicar que Rodrerich no era "su rey" pero se pasó el medallón por la cabeza sin protestar. Hasta que Ilbreich retornase vivo, Rodrerich sí era algo suyo. Era de nuevo su responsabilidad.

Rey LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora