Rastros en la malla

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La primera parte del viaje fue una carrera loca que Julia disfrutó enormemente. Hacía tiempo que no tenía la oportunidad de simplemente dejarse llevar, gozar de la alegría compartida y la compañía.

La manada de cambiantes corría a paso firme, escogiendo sin vacilar la ruta en la enredada arquitectura de la malla. El zarcillo volaba a su paso, con el difuminado brillo de las luces del fulgor danzando siempre al otro lado de la membrana; y pese a lo alienígena del entorno, Julia se sentía tan en casa y en paz como caminando por un bosque.

Aspiró profundamente... y de golpe volvió a recibir un trallazo del olor químico que más temía. Sin dudar, agarró un mechón del pelaje de Rodrerich y dió un fuerte tirón. El lobo pegó un respingo y tras unos saltos cortos, frenó en medio del zarcillo.

—Enjambre —avisó ella, simplemente—. Delante de nosotros.

—Podía passarrr —Bajo las piernas de Julia, Rodrerich cambió a la forma de guerra y ella se encontró colgada de sus hombros y su cintura, como si montara a caballito.

—Brisssa —ordenó Teresa—. Sssi ssson explorradorass, doss o tress, atacamossss. Sssi no, agarrrra a Julia. Y esssscapa.

Aferrada a Rodrerich Julia maldijo su inutilidad y su torpeza a la hora de manejar el don. No quería ser rescatada, y cada vez odiaba más sentirse inútil. El grupo se dispuso en línea y caminó despacio y alerta. Varios ramales confluían en una cámara abovedada, y vieron de nuevo desgarros en la membrana. También salpicaduras de icor negro.

—Por ahí —señaló Julia—. La peste venía de un zarcillo estrecho y lateral. Una luz más intensa y más cruda se colaba por él, señal de que la membrana también se había desgarrado allí y la luz del fulgor se colaba sin cortapisas. Tuvieron que caminar de dos en dos para entrar por él y Teresa e Ilbreich se adelantaron.

—Fulgorrr prrofundo... ¿qué ha passsado aquí? —murmuró Teresa.

Julia vió más manchas y una placa de quitina rojiza, aplastada y rota. Rodrerich la hizo bajar.

—No passsesss. El zarrrcillo está desstrrrozado.

Cuando los cambiantes se adelantaron y pudo ver algo, Julia comprobó que no había exagerado: la mitad del estrecho ramal estaba arrancada, y el resto tenía cortaduras profundas. Cruzarlo sin tocar el fulgor hubiera sido como pasar una corriente peligrosa saltando de piedra en piedra. El olor químico lo invadía todo, pero junto a él Julia percibió algo diferente, una nota desconocida.

—¿Qué esss esssto? —Brisa estaba agazapada sobre los restos de una pinza de guerrera, arrancada y rota. Con cuidado, desenredó algo que parecía un garfio negro.

—Volvamosss —propuso Rodrerich, que miraba inquieto el enorme agujero—. No hay resssstosss de guerrrerasss vivasss.

De vuelta a la cámara, lo que Brisa había encontrado pasó de mano en mano. Tenía la forma curva y la consistencia de un cuerno de cabra, de un negro profundo. La punta y la base estaban agrietadas y partidas de forma irregular.

—¿Una criatura del fulgor? —propuso Teresa, dubitativa—. No pueden haber desaparecido todas, y si son capaces de poner en peligro a una manada de cambiantes, también a una avanzadilla de guerreras.

—Tiene que serlo. —Rodrerich parecía preocupado—. Las criaturas del Enjambre son tan vulnerables al fulgor como el linaje, ellas no pudieron llevarse los cuerpos. Y ese agujero... lo que mató a las guerreras atacó desde fuera.

—Huele diferente. —Jula olfateó el objeto—. No se parece al Enjambre ni a los cambiantes. ¿Polvo? ¿arena? Algo así...

—¿Recordáis el otro desgarro, durante el viaje? —Ilbreich giró pensativo la pieza—. Era también enorme, había huellas de un combate contra el Enjambre... y tampoco quedaban cuerpos.

—No son buenas noticias —observó Teresa—, si es la misma criatura se mueve muy rápido... y si nó lo es y hay más de una...

—Mientras se limite al Enjambre, yo no voy a protestar —aseguró Ilbreich—. El enemigo de mi enemigo...

—Lo que se alimenta de las guerreras puede encontrar también apetitoso a un cambiante. —Rodrerich negó con la cabeza—. O encontrar el camino al mundo y causar una matanza. Retomemos la marcha y hablemos con el clan de Aguamusgo. Veremos si saben algo más.

Después de aquello el viaje prosiguió sin más sobresaltos, pero también sin el tranquilo abandono del principio. La manada corría agrupada y en silencio por una malla que cada vez se volvía más enredada, con ramales menudos y entrelazados, mostrando a veces cicatrices nudosas, como si las paredes se hubiera repuesto de viejas heridas. Finalmente el zarcillo se interrumpió en una cámara redonda y abovedada. El suelo estaba atravesado por una espiral de piedras musgosas y puntiagudas. La membrana se adhería a ellas con una suave continuidad, como una cutícula deja paso sin trauma a la uña.

—¿Esta es una entrada... un óculo? —interrogó Julia dubitativa—. No se parece a lo que vimos en España... ni bueno, tampoco a la cabeza de serpiente de Refugio, claro.

—Sin embargo el cráneo y estas piedras son lo mismo, anclajes —le aclaró Ilbreich, volviendo a forma humana—. Librada a su voluntad, la malla cambia continuamente, los zarcillos se acercan y alejan del mundo. Algunos linajes como la pobre Yule pueden moverlos, y los santuarios siempre tienen alguno atado con rituales y talismanes, para asegurar una entrada rápida a la red.

—Mesas de Piedra también lo tenía —suspiró Teresa—, tuvimos que cortarlos para asegurarnos de que el Enjambre no pudiera encontrarnos.

Rodrerich empezó a cambiar a su vez y Julia saltó al suelo, ruborizada. Quizás para ellos todas las formas fuesen lo mismo, pero para ella nunca podría ser igual cabalgarle como lobo que como el hombre de largos músculos y caderas estrechas. Los cuatro sacaron ropa de las mochilas y se vistieron. ¿La desnudez no estaba tan bien vista en una visita diplomática o esperaban salir al exterior?

—Ven, Julia —llamó Ilbreich, antes de que pudiera preguntarlo—. Es una buena oportunidad para que aprendas a abrir un óculo.

—¿Podré? —interrogó Julia, mientras le seguía, caminando a lo largo de la espiral de piedras—. Se supone que mi don solo maneja el fulgor de los vivos...

—Los cambiantes no tenemos don alguno y podemos hacerlo. Encontrarlos es complejo, abrirlos desde el mundo una tarea delicada. Pero abrir desde la malla... ven.

Obedeció, muerta de la curiosidad. En el centro de la espiral había un túmulo formado con la misma membrana blanquecina. No brillaba como el resto del zarcillo, y a un lado presentaba un relieve, como una escaración: un círculo rodeado de radios, como el sol que podría dibujar un niño.

—Pon tu mano sobre el centro. Tócalo y deja que te sienta.

La membrana allí era muy suave, tensa y casi cálida. Deslizó los dedos y notó que el círculo no era perfecto. En el centro, casi invisible, había un pequeño relieve. Presionó con suavidad y las dos mitades se separaron; el interior era tierno y al rozarlo se estremeció para abrirse después como un párpado. Ella se retiró asombrada, mientras el movimiento se propagaba y los radios encogian, agrandando el círculo de la misma forma que se dilata un íris. Detrás vio una roca redonda y lisa, de fino granito gris.

—Esa parte tienen que abrirla desde Aguamusgo —aclaró Rodrerich a su espalda—. Una protección para evitar ser atacados desde la malla. La apertura del óculo les habrá puesto sobre aviso de que hay visitantes en su puerta.

Ni el Rey Lobo ni las cambiantes parecían encontrar insólito lo que acababa de hacer, y sin embargo a Julia las manos le temblaban. Entendió porqué Diego creía que la malla estaba viva; no había reaccionado como un dispositivo mecánico, sino como algo sensible. Un gato que eriza los bigotes dormido, o un recién nacido que cierra la mano cuando un dedo roza su palma.

Ilbreich le revolvió el pelo con afecto. Él sí se daba cuenta de su maravilla y su confusión, comprendió con gratitud. Él también había sido una vez un extraño recién llegado a aquel mundo.

—Eres un linaje, Julia —susurró el príncipe—. Sangre del pueblo lobo. El poder del fulgor y las sendas de la malla son tu herencia.

Rey LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora