Reina loba

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Siguiendo los consejos de Diego, Julia eligió la ropa más elegante que pudo encontrar. Con cierto desmayo, comprobó que las fundas de nylon del armario estaban vacías, y el torque dorado no se encontraba sobre la mesa. Al parecer esta sería una ocasión de gala completa.

«Espero que sean flexibles con el protocolo» lamentó mientras entraba al gran salón de las columnas. Cuando hizo sus compras en Oslo no había pensado que ropa de fiesta o maquillaje fuera algo esencial, viviendo con una familia que pasaba la mitad del tiempo en pelotas.

Julia se abrió paso entre la multitud que hablaba y reía. El salón estaba más abarrotado que nunca y había niños corriendo por el perímetro: al parecer las reuniones de clan se parecían más a una boda familiar que a una recepción.

Como siempre, la cabeza y los hombros de Ilbreich sobresalían como una boya en el mar; la usó de referencia, segura que cerca estaría su hermano.

«Esto es muy injusto» decidió cuando les clavó la vista: estaban espectaculares los dos. El torque debería haber resultado extraño sobre el traje bien cortado de Rodrerich, pero le daba un aire honorable, como una banda de mérito. Fue Ilbreich el primero en verla acercarse; Julia vio que tragaba saliva y se apartaba un paso.

«Creo que primero tengo que solucionar esto». Se dirigió derecha hacia el príncipe, se puso de puntillas y le dio un beso en donde llegaba, que era la mandíbula.

—Fue un error, pudo ser un desastre y estuvo mal. Tengo que poder confiar en ti, Ilbreich. ¿Va a repetirse?

—¡No! —Ilbreich miró alrededor, incómodo. Era consciente de que más de un oído estaba pendiente entre la multitud—. Tienes mi palabra. Nunca quise perjudicarte, Julia.

—¿Qué ha pasado? —Rodrerich puso una mano en su hombro y se deslizó a su lado, ágil como una sombra.

—Nada grave —declaró ella con firmeza—. Ilbreich ha estado callando cosas. Él sabe que algunas de vuestras costumbres suenan truculentas para quien viene de fuera; pero por buena que fuese su intención la ignorancia no me ayuda.

La mano del rey se movió al otro hombro, rodeando su espalda con el brazo. Julia se recostó contra él con la sensación de que volvía a casa.

—¿Puedo saber algo más concreto? ¿Tiene algo que ver con lo que...?

—Esto es entre tu hermano y yo, así que no. ¿Hay algo de picar?

—La cena se servirá pronto, pero ven.

A un lado de la sala había mesas con aperitivos y copas de ponche. Ilbreich le tendió una.

—Sin alcohol. En estas reuniones las bebidas fuertes siempre están bien diferenciadas, los nacidolobos no toleran el sabor.

—Es el olor a podrido —puntualizó Rodrerich—. Y estáis los dos cambiando de tema. Debería hacerte escupir lo que ha pasado, cachorro.

—Mi reina loba ha dado una orden. No serás tú quien la desautorice, ¿verdad?

—De acuerdo, de acuerdo —Rodrerich alzó las manos, rindiéndose—. Nunca te he visto tan presto por cumplir las órdenes de tu rey, pero... tengamos paz.

«Sería bonito, si»

—Antes de seguir por ahí. —Enlazó por la cintura a Rodrerich con la mano libre y clavó la mirada en Ilbreich—. Temo que es algo de lo que tampoco me ha hablado nadie. ¿Qué significa ese título? ¿Qué se espera de mi?

Una sonrisa suave y un brillo poco tranquilizador en los ojos del príncipe le indicó que acababa de hacer la pregunta correcta y la respuesta no le iba a gustar.

—Ordena en nombre del rey —explicó Ilbreich—. Y puede ostentar la regencia si él falta y no hay un heredero adulto.

No era extraño que Astrid se hubiera revuelto de aquella forma cuando Ilbreich la había instalado en la habitación de Rodrerich. Al indicar ante el clan que era la pareja de su hermano, estaba reclamando para ella mucha autoridad.

—Normalmente esa capacidad de ordenar no es muy extrema —intentó tranquilizarla Rodrerich—. Ya te habrás dado cuenta que la autoridad de un Rey Lobo está bastante frenada por el Consejo.

«Pero tú trajiste a un clan entero sin avisar, y el Consejo lo aceptó» pensó Julia. ¿O quizás no se sometieron, sino que la mayoría aceptaron de mejor o peor grado la necesidad de cambiar las reglas, en la guerra contra el Enjambre?

—¿La pareja de un rey puede renunciar explícitamente al título? —preguntó Julia, insegura. La cara de Rodrerich se ensombreció.

—Sin duda. Pero esa autoridad no es gratuita, la tienes para ayudarme a cuidar del clan. Yo no puedo tener ojos ni manos en todas partes.

—Y el compañero del rey es el único miembro Consejo que no es un cambiante —pronunció Ilbreich, en el mismo tono en que se dice "escalera real" en una partida de pocker. Inclinó la frente ante Julia—. Un asiento que no se ha ocupado desde que mi madre se fugó. El linaje ha estado todos estos años sin voz, voto ni oídos en el Consejo.

«Te quiero morder. Quiero estrangularte. Te acabas de ganar la patada que te di en el taxi».

Rodrerich hacía esfuerzos visibles por mantener el rostro impasible, pero la risa le danzaba en los ojos. Envolvió la cintura de Julia con la mano libre y reposó el mentón sobre su coronilla. Julia bajó los hombros derrotada y aceptó el consuelo.

Ilbreich alzó despacio su copa.

—Larga vida a la Reina Loba.

No alzó la voz, pero su tono profundo llegó más allá de los que escuchaban a hurtadillas. Un círculo de copas se alzó en saludo cortés.

—Ojalá —susurró Julia, acercando la suya.

Las tres se unieron en el centro con un tintineo, como un repique de advertencia.

Rey LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora