Dos personas.
Dos mundos opuestos.
Una relación falsa.
Una noche de fiesta ha bastado para dar un giro impredecible en la vida de Nicole Carson y Maximiliano Dimitriou, una estudiante universitaria y un magnate hotelero.
Uno nunca se ha enamorado y...
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Seguimos avanzando. El jet ski de vez en cuando da leves saltitos tras las diminutas olas que se llegan a formar por el viento que corre en contra de la dirección a la que nos dirigimos.
La ventaja de ir como copiloto es que puedes mirar con mayor facilidad a los alrededores. Sus cerros son tan altos y bonitos con sus diferentes tonalidades de naranja y café. Si es que Maximiliano quiere, puedo llevarlo al cerro que mis hermanos y yo solíamos escalar para tirarnos al agua.
Al aproximarnos al cerro que vamos, Maximiliano disminuye la velocidad hasta apagar el motor y tirar la bolsa que tiene piedras adentro para evitar que el jet ski se aleje o se acerque demasiado a la orilla y que termine raspándose de abajo.
Él se tira primero al agua y estira los brazos creyendo que necesito su ayuda.
—Puedo yo sola.
—Adelante pues —levanta los brazos en rendición.
Me levanto primero para quitarme la falda de playa. No quiero que termine flotando con el chapuzón. Luego paso mi pierna izquierda al otro lado y pego un brinco, tapándome las narices con mis dedos. Las burbujitas cosquillean mi cuerpo entero los cinco segundos que permanezco bajo el agua.
Al salir a la superficie, respiro hondo como si hubiera perdido mucho oxígeno.
—Se te olvidó quitarte los lentes —dice sosteniéndolos con una sonrisa burlona.
A pesar de que veo los lentes en sus dedos, me toco el rostro para verificar sus palabras.
—Gracias por agarrarlos —se los quito de los dedos y me los pongo sin prestarle atención a las gotas que se deslizan por el lente.
Los dos nadamos a la orilla.
Como Maximiliano es el guía, lo sigo hacia la cima del cerro con cuidado de no resbalarme con la tierra o que una piedra pequeña pueda enterrarse en mi talón. Me ha pasado anteriormente y duele como la mierda.
Con el pecho subiendo y bajando irregular, me detengo a un lado de Maximiliano poniendo mis manos en mis rodillas para recuperar la falta de aire.
Volteo a ver a Maximiliano esperando verlo igual. Eso no pasa. Él está fresco como una maldita lechuga.
—¿Cuántas horas de cardio haces al día? —vuelvo a recuperar mi postura, deshaciendo los broches del chaleco para quitármelo.
Una sonrisa extraña se plasma en sus labios.
—Depende.
—¿De qué? —dejo el chaleco en el suelo. Posteriormente, enrollo mi cabello como si quisiera exprimir un trapo estilando de agua.
—De cuanto aguante —él también deja su chaleco en el suelo. Esa sonrisa rara sigue en sus labios.