"¿Recuerdas lo que pasaría si intentabas escapar?"

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Al salir del mini cine sentí una ráfaga de viento que me congeló la nariz. Me abracé con mas fuerza.

– ¿Quieres que te dé mi chamarra? –al ver mi reacción Christian se la empezó a quitar para poder taparme y tener así un poco más de calor en mi cuerpo. Cuando me la iba a poner sobre los hombros caminé lejos de él.

– Quiero que te mueras, eso es lo que quiero. –puso los ojos en blanco, y restándole importancia me llevó al edificio más cercano, el cual resultó ser un gimnasio. La música se escuchaba incluso antes de abrir la puerta.

Al entrar me percaté de que no era tan ancho como el cine, pero el gimnasio tenía un primer piso.  Subí las escaleras y me encontré a Thomas, de espaldas, ejercitándose con una maquina. Tragué saliva al notar que no traía camiseta y que sus músculos se marcaban perfectamente. Me vio por el espejo antes de detenerse, ponerse de pie y girarse para situarse frente a mí. Miré su torso bien marcado. Maldije el día en el que lo hice tan atractivo.

– ¿Tanto te excito? –preguntó burlón.

– ¿Qué? –di un paso hacia atrás mirándolo con asco.

– Estás sonrojada, querida, tu rostro no me engaña.

– ¡Ah! –sonreí–, esto –señalé mis punzantes mejillas–, ¿crees que es por ti? No querido, jamás me sonrojaría por ti.

– ¿Entonces por qué estás tan roja como un tomate? –justo en ese momento apareció Christian subiendo las escaleras.

– Pregúntale a tu hermano. –le respondí al pelinegro sin mirarlo. Pasé por un lado de Christian golpeándolo con el hombro y bajando las escaleras.

– ¿Qué pasó? –escuché que Thomas preguntaba detrás de mí.

– Me hizo enojar. –respondió el castaño simplemente.

– Bien. –rió el mayor lo cual me enfureció más de lo que ya estaba. Salí del lugar con pasos apresurados.

– Lorena, por favor... –escuché que me seguía.

– Quiero estar sola. –dije sin mirarlo aún escuchando sus pasos detrás de los míos.

– Sabes que no voy a alejarme de ti.

– Al menos dame algo de distancia. –poco a poco dejé de escuchar sus pisadas, al voltear hacia atrás vi su figura borrosa a unos 10 metros de mí. Aproveché para correr entre los pinos y desaparecer de su vista. Corrí sin ver atrás, zigzagueando para perderlo y así evitar que me encontrara.

No sé por cuanto tiempo estuve así, pudo haber pasado solo 10 minutos, una hora, dos, lo que sabía es que estaba cansada, demasiado. Había empezado a toser en exceso a causa del frío. Cuando estaba a punto de darme por vencida y sentarme bajo un árbol noté el gran arco por que el habíamos entrado el día anterior. Con apenas la fuerza para sostenerme logré llegar hasta las rejas. Claro, tenían un candado del tamaño de mi mano.

– Señorita, no debería estar aquí. –escuché una voz. En la caseta de vigilancia había un guardia de seguridad.

– ¡Por favor! ¡Tiene que abrir esta puerta! –corrí hacia él.

– Lo siento, no puedo hacerlo.

– ¡Un celular! ¡No sabrán que tú me lo diste, lo prometo! –de repente se escuchó la señal de un walkie-talkie, lo acercó lentamente a su boca– No, por favor, no lo hagas, por favor... –me miraba como si se disculpara– ¡Si los ayudas serás testigo de un secuestro, eso es un crimen! ¡Si me matan va a ser peor!

– Está en el portón –dijo después de unos segundos–, intenta huir, repito, intenta huir.

– ¡No permitas que escape! –dijo una voz a través del walkie-talkie. Con la poca fuerza que me quedaba salí corriendo. El terreno tenía muros de al menos unos 3 metros de altura, ni en broma podría saltar. Caminando lo más rápido posible, sintiendo, con cada paso que daba, mil agujas enterrándose en mis pies, divisé una gran roca pegada al muro. Al acercarme calculé su altura, debía medir como un metro. Juntando eso con mi altura tal vez alcanzaría el borde para poder saltar. Me subí lentamente, temblando con miedo a terminar en el suelo de golpe. Puse los manos sobre el muro para evitar caerme. Levanté los brazos tanto como pude. Me faltaban al menos 40 centímetros para alcanzar la cima. Si intentaba saltar, y no podía sostenerme, me resbalaría de la piedra y podría romperme un pie. De repente escuché una vocecita en mi cabeza.

¿ Si logras saltar el muro, que harás? No tienes fuerzas para correr. Seguramente el lugar poblado más cercano esté, mínimo, a unos 5 kilómetros. Te van a atrapar antes de que siquiera parpadees.

Recargué la frente en el muro dándome por vencida. Tendría que regresar a la casa, o simplemente sentarme a descansar y que me encontraran.

– Bájate de ahí, te vas a caer. –escuché la voz de Christian a mis espaldas. Empecé a temblar y a llorar sin poder evitarlo. Lentamente hice lo que me pedía. Me di la vuelta para mirarlo.

– No iba a hacerlo... –intenté convencerlo para que no me reprendiera.

– Ambos sabemos que si hubieses podido alcanzar la cima hubieses saltado –no le contesté. Tenía razón–. Desgraciadamente haz roto el trato.

– ¿Qué? –lo miré sin saber de qué hablaba.

– ¿Recuerdas lo que pasaría si intentabas escapar? –preguntó poniendo sus manos a ambos lados de su cintura. Entonces lo recordé y entré en pánico.

– ¡No! ¡Por favor! –corrí hacia él– ¡No dejes que Thomas me haga algo! –al ponerme frente a él toqué su pecho con las palmas de mis manos– ¡Te lo suplico!

– Tú rompiste el trato, sabes como es, no aceptará que se lo niegue.

– ¡NO, POR FAVOR! –caí de rodillas frente a él. Nunca me había humillado tanto en la vida. Bajé la cabeza llorando con fuerza. Se puso de cuclillas, colocó su dedo índice sobre mi barbilla y la levantó poco a poco hasta que quedamos frente a frente.

– ¿Tú me amas? –preguntó.

¡Dile que sí! ¡Dile lo que quiere oír!
No... Es una pregunta capciosa... Sabe que si le dices que sí será mentira.
¿Entonces le dirás que no? Eso lo enfurecerá y dejará que Thomas te viole.

Pensé bien mi respuesta.

– Yo... No... No te amo –respondí, quitó su dedo de mi barbilla y recargó ese brazo sobre su rodilla–. Pero puedes enseñarme a hacerlo –me limpié las lágrimas–. Si permites que Thomas me viole te odiaré, y lo sabes, jamás te lo perdonaría... Pero, si lo evitas, serás mi héroe, sabré que te importo. –pensó unos segundos mi respuesta, sonrió de oreja a oreja.

– Eres buena oradora –se puso de pie–. Levántate, vamos, ya se me ocurrirá qué decirle a Tom... –intenté pararme pero los pies me dolían tanto que no podía. Christian me ayudó a caminar hacia una especie de carrito de golf (con el que había llegado) y regresamos a la casa.

Más allá de las letras #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora