XIX Dianne

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-¿Puedes creer qué es lo que ha escrito el Heraldo sobre mí? - le preguntó Jenna en tono sarcástico – Creen que estoy saliendo con un heredero del Marqués de Ferou.

-¿Con cuál? ¿Arthur o Harry? - preguntó Dianne, mientras tensaba una flecha y apuntaba hacia un saco con forma de hombre ubicado a unos veinte metros de ella.

-¡Con Harry! Dime si no es el colmo.

Dianne no pudo evitar soltar una risa al imaginarse a Jenna con aquel tipo, un mojigato que casi parecía un sacerdote. Aún así, intentó mantener la vista en el objetivo. Soltó su flecha, que se deslizó e impactó en el costado del saco.

-"No contenta con haber adquirido un nuevo astillero en la costa oeste, Campbell ha vuelto a poner a sus ojos en un título nobiliario que tanto le ha sido esquivo. Parece haberse ganado el favor de un heredero del Marqués de Ferou. El joven Harry puede haber sucumbido ante los encantos liberales, y han sido vistos juntos en al menos tres ocasiones."

-Pobre, ese artículo le complicará aún más encontrar una nueva esposa.

Dianne volvió a preparar una flecha. Su segundo disparo llegó a impactar en el rostro del saco. Jenna, quien descansaba en una hamaca, dejó el periódico a un lado y le dedicó unos aplausos. Ella le respondió con un guiño.

Quedaba un mes para el viaje a Senzafine. Mientras Jenna despachaba ciertos encargos y delegaba responsabilidades, Dianne coordinaba el entrenamiento de la seguridad del emporio. Ambas entendían que arcabuces y armas de fuego podrían resultar escasas en tierra desconocida – además de que el ruido de los disparos podría generar problemas – por lo que Dianne retomó su preparación con el arco.

Para conmemorar la partida, ambas habían separado un fin de semana para descansar en la hacienda personal de Campbell, ubicada en la costa sureste, cerca de una de las bahías más hermosas del Imperio. Jenna estaba al tanto del esfuerzo que Dianne dedicaba al practicar al menos unas tres horas cada día, y por más que deseara que Dianne dejase de entrenar al menos un rato, se inhibió de pedirselo directamente, y se limitó a acompañarla en su rutina. Pero ya cerca del mediodía, viendo que ella no se detendría se le acercó y la abrazó por detrás.

-Estás entrenando demasiado, Di...

Dianne hizo a un lado el arco. El calor de Jenna relajó todo su cuerpo, y por un momento olvidó todas sus preocupaciones.

-Esto es para tí – le dijo.

-No – respondió Jenna-. Esto es por ambas.

Dianne dio media vuelta, pero antes que pudiera besarla, escuchó el sonido de un plato rompiéndose. Ambas voltearon rápidamente, asustadas. Tres mayordomos, incluyendo la ama de llaves de la hacienda, habían entrado al rango de arquería trayendo una merienda, pero uno de ellos, quizás al verlas juntas, se había distraído y dejado caer la bandeja entera.

-Ah... yo... - musitó el mayordomo. Era un joven lampiño, que no debía de tener más de diecisiete años de edad.

Jenna no dijo nada, aunque Dianne pudo sentir inmediatamente su ira. Ella entendió de inmediato, pero jamás la había sentido tan enfadada como en ese preciso instante.

-Le ruego lo disculpe, madame – dijo la ama de llaves -. Es nuevo aquí...

-Me queda claro – respondió Campbell, cortante.

Los tres mozos dejaron la bandeja en una mesa, y procedieron a retirarse rápidamente. Dianne alcanzó la mano de Jenna y la acarició levemente. No le dijo nada, y solo esperó a que su enojo pase.

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Luego de almorzar, mientras Jenna atendía reuniones con capitanes de su flota mercante, Dianne se dedicó a inspeccionar el inventario del emporio. Ya caída la noche, y antes de regresar a la hacienda, acompañó al resto de su equipo a la taberna cercana. Aquél pequeño pueblo había prosperado principalmente por la presencia de mercaderes, y no era extraño ver a las distintas tripulaciones descansar en la barra.

Hugo, el jefe de seguridad de Jenna, le alcanzó un poco de ron. Pero al tiempo que todos brindaban por la expedición a Senzafine, Dianne notó una figura extraña, un personaje barbudo, de apariencia seria sentada al otro extremo, muy cerca de la puerta. Era un hombre que no conocía, y aquello era imposible en un puerto tan pequeño. Con cautela, y evitando despertar su atención, Dianne continuó escuchando las historias de Hugo y los demás sin dejar de inspeccionarlo.

Al cabo de una hora, cuando ya la cantina estaba rebasando de gente, gritos e improperios, Dianne notó que alguien se le acercaba a aquél extraño. Primero no lo creyó, pero rápidamente confirmó que se trataba del mozo de la mañana.

"¿Qué está haciendo aquí?"

Se concentró, e intentó prestar atención a aquello que estaban diciendo. Pero no pudo.

Continuó observándolos de cerca. De pronto, notó que el mozo le entregaba una carta. Estaba filtrando información.

Dianne se puso de pie y comenzó a caminar entre las personas en dirección a la mesa en la que se encontraban. Pero de pronto escuchó una voz desconocida gritarle:

-¡Madame Leigh!

Ella reaccionó inmediatamente, tratando de encontrar quién la había llamado. Pero inmediatamente notó que ese grito, viniera de quien viniera, había alertado al mozo. En efecto, al voltear, se dio cuenta que ambos hombres tenían la mirada fija en ella, y no perdían tiempo en ponerse de pie y salir de la estancia, desapareciendo de su vista.

Ella intentó avanzar de nuevo, pero volvió a escuchar a alguien, con un claro tono de ebriedad, gritar:

-¡Dianne!

Por fin encontró el origen del ruido. Se trataba de otro hombre, también joven, que extrañamente vestía ropas de exorcista, aún en medio de una taberna. Por la expresión de su rostro y su cuerpo, así como su voz, parecía estar ebrio.

-¡Po-por fín la encuentro!

-¿Quién mierda eres? – le gritó de vuelta.

Al no poder reconocerlo, concluyó que ese clérigo tampoco podía ser del pueblo. ¿Podría haber sido un cómplice del mozo y el hombre barbudo? Decidió interrogarlo. Cogiéndolo bruscamente del brazo, Dianne lo llevó afuera de la taberna a pesar de sus protestas.

-Oye... oye... más despacio.

-Cállese, idiota – le reprimió de inmediato.

Solos en un callejón, desenvainó un puñal, empujó al clérigo contra un muro y acercó la daga a su cuello.

-¿Y bien, Padre? ¿Puede decirme quién es usted y qué hace en este pueblo? ¿Y acaso es usted un clérigo? ¿No tienen prohibido embriagarse?

El hombre estalló en risas.

-Sí... está prohibido. Pero nuestros votos no alcanzan a los sueños...

-¿Qué?

-... solo aquí puedo probar algo de ron, pero... pero me excedí.

Dianne, confundida, no sabía cómo reaccionar. Lo miró a los ojos. Este era un idiota, que no parecía estar vinculado con el mozo.

-¿Cómo sabía mi nombre?

-Nos... nos conocemos.

-Nunca te he visto en mi vida.

-... Nos conocimos en Senzafine. ¿No lo recuerda? Soy Thomas.

-¿Senzafine? La segunda expedición parte en un mes.

-Dianne...

-No use mi nombre – le dijo, presionándolo de vuelta contra la pared.

-Madame... Esto... esto es un sueño. Una Sombra se encuentra acechándola en la Pesadilla. Aún no la encuentro... pero le prometo... le prometo que saldremos de aquí.

-¿Está usted drogado? – respondió, apartándose de él.

-Lo único que importa es que no muera en este sueño. ¿Me entiende?

-¿Qué?

-No debe morir... no debe morir... Y por favor, si nota algo inusual, tenga cuidado... ha de ser la Sombra.

Dianne frunció el ceño. Definitivamente aquél padre se había pasado de copas. Preocupada por la pérdida de tiempo, soltó al clérigo e ignoró el resto de sus palabras mientras comenzaba a caminar en dirección a la hacienda, decidida a encontrar al mozo antes que cualquier información que haya podido filtrar salga del pueblo.

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