Capítulo 8

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Abrumado por la preocupación, Sicheng durmió, a lo sumo dos o tres horas. Cuando se despertó aquella mañana, tenía bolsas oscuras bajo los ojos y el rostro pálido y demacrado. 

— Por todos los santos —murmuró al tiempo que empapaba un trapo en agua fría y se lo llevaba a la cara—. Esto no puede ser. Parece que tengo cien años esta mañana. 

— ¿Qué has dicho, querido? — fue la adormilada pregunta de su madre. Victoria estaba de pie detrás de su hijo, vestida con un ajado camisón y unas zapatillas deshilachadas. 

—Nada, mamá. Hablaba solo.—Sicheng se frotó la cara con fuerza para recuperar cierto color en las mejillas. 

Victoria se acercó a su hijo y lo estudió con detenimiento. —Es cierto que pareces un poco cansado. Pediré que nos suban un poco de té. —Que sea una tetera bien grande. —dijo Sicheng. Mientras contemplaba sus ojos enrojecidos en el espejo, añadió— Mejor que sean dos. Victoria retorció el paño antes de dejarlo sobre el lavamanos. 

—Los trajes más viejos que tengamos, supongo, ya que algunos senderos del bosque pueden estar bastante embarrados. Aunque podremos cubrirlos con los nuevos sacos de seda que nos dieron Taeyong y Chenle

Después de beberse una taza de humeante té y darle unos cuantos mordiscos apresurados a la fría tostada que había subido una de las doncellas, Sicheng terminó de vestirse. Se estudió en el espejo con ojo crítico. El saco de seda azul escondía a la perfección el ajado tejido del resto del traje color vainilla que había debajo. Además, su nuevo sombrero, también obsequio de los Zhong, resultaba muy favorecedor, ya que el forro azulado resaltaba el color de sus ojos. 

Sin dejar de bostezar, Sicheng bajó con su madre hasta la terraza posterior de la mansión. Era lo bastante temprano como para que casi todos los invitados de Stony Cross siguieran en la cama. Solo unos cuantos caballeros decididos a pescar truchas se habían molestado en levantarse. Un reducido grupo de hombres desayunaban en las mesas del exterior mientras los criados aguardaban en las cercanías con las cañas y las cestas de pesca. Ese tranquilo escenario se vio asaltado por un clamor de lo más molesto y en absoluto habitual a una hora tan temprana. 

— Por el amor de Dios —oyó exclamar a su madre. Siguió su mirada estupefacta hasta el otro lado de la terraza, que se había visto invadida por una cacofonía de frenéticos parloteos, grititos, carcajadas y el agresivo despliegue de los encantadores modales de un grupo de jovencitas. Rodeaban algo que permanecía oculto en el centro de tan apiñada congregación—. ¿Qué hacen aquí? —preguntó, asombrada, Victoria. 

Sicheng suspiró y dijo con resignación: —Van de caza matutina, me figuro. Victoria abrió la boca de par en par mientras contemplaba el escandaloso grupo. —No querrás decir que... ¿Acaso crees que el pobre lord Moon se haya en mitad de eso? Sicheng asintió. 

—Y, a juzgar por la situación, no creo que vayan a dejar mucho de él cuando terminen. —Pero... pero él acordó salir a pasear contigo —protestó Victoria—. Única y exclusivamente contigo, conmigo como carabina. 

Cuando algunas de las jovencitas se percataron de la presencia de Sicheng al otro lado de la terraza, la multitud cerró filas alrededor de su presa, como si quisieran evitar que lo viera. Sicheng sacudió la cabeza ligeramente. O bien Moon había contado a alguien sus planes sin pensar en las consecuencias o bien la locura por encontrar marido había alcanzado tales cotas que ni siquiera podía aventurarse fuera de su habitación sin atraer a una caterva de mujeres y jovencitos, por muy intempestiva que fuera la hora. 

—Bueno, no nos quedemos aquí —la surgió Victoria—. Ve y únete al grupo e intenta atraer su atención. 

Sicheng le dirigió una mirada indecisa. —Algunos de ellos parecen fieras. No me gustaría acabar con un mordisco. Molesto por una risa sofocada que le llegó desde algún lugar cercano, se giró hacia el sonido. Como ya debería haber esperado, Nakamoto Yuta se apoyaba contra la balaustrada de la terraza; la taza de porcelana quedaba casi oculta en su enorme mano mientras bebía distraídamente su café. Llevaba el mismo tipo de ropa tosca que el resto de los pescadores, confeccionada con tweed y sarga, y una desgastada camisa de lino con el cuello abierto. El brillo burlón de sus ojos proclamaba el interés que demostraba en la situación.

Verano (Yuwin)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora