Capítulo 21

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Durante las dos semanas que duró su luna de miel, Sicheng descubrió que no era ni de lejos tan mundano como el mismo se consideraba. Con una mezcla de candidez y arrogancia británica, siempre había pensado que Londres era el centro de la cultura y el conocimiento, de modo que Paris fue toda una revelación. La ciudad era asombrosamente moderna y, en comparación, Londres parecía una prima desaliñada recién llegada del campo. Aún así, a pesar de todos sus avances intelectuales y sociales, las calles de París tenían un aspecto casi medieval: oscuras, estrechas y sinuosas en su recorrido por los diferentes distritos de la ciudad, plagados de edificios hábilmente construidos. Esa mezcla de estilos arquitectónicos, que variaba de las agujas góticas de las antiguas iglesias a la sólida majestuosidad del Arco del Triunfo, era un asalto delicioso y caótico para los sentidos

Su hotel, el Coeur de Paris, estaba situado en la margen izquierda del Sena, entre la deslumbrante variedad de tiendas de la calle de Montparnasse y los puestos cubiertos de Saint-Germain-des-Pres, donde se podía encontrar un apabullante surtido de telas, encajes, perfumes y cuadros. El Coeur de Paris era un palacio en el que las suites habían sido diseñadas para el disfrute de los placeres sensuales. El baño, por ejemplo — la salte de bain—, como lo llamaban los franceses, estaba decorado con suelos de mármol rosado, sus paredes se adornaban con un alicatado italiano y disponía de un canapé dorado de estilo rococó donde el cliente podía descansar tras el enorme esfuerzo que suponía bañarse. No había una, sino dos bañeras de porcelana, cada una de ellas con su propio calentador y su tanque de agua fría. Justo encima de las bañeras, el techo estaba decorado con un paisaje al fresco de forma oval, diseñado para entretener al bañista mientras esté, o ésta, se relajaba. A Sicheng, educado bajo la noción británica de que el baño era una cuestión de higiene que debía llevarse a cabo con rapidez y eficacia, le gusto idea de que el acto de tomar un baño fuese interpretado como un entretenimiento decadente.

Para su deleite, también descubrió que un hombre y un joven podían compartir la mesa en un restaurante público sin necesidad de tener que solicitar un salón privado. Jamás había probado unos manjares tan deliciosos: pollo hervido a fuego lento con cebolletas en salsa de vino tinto: pato confitado y asado con tal maestría que, bajo la crujiente y aceitosa piel, la carne estaba tierna como la mantequilla; cabracho bañado con una espesa salsa de trufa. Y, por supuesto, los postres: gruesas porciones de bizcocho bañado en licor y cubierto de merengue; pudines con capas de nueces y frutas glaseadas... A medida que Yuta observaba las dificultades que Sicheng tenía cada noche para elegir el postre, tuvo que asegurar con toda seriedad que los generales con experiencia en el campo de batalla resolvían sus estrategias sin necesidad de reflexionar tanto como lo hacía el a la hora de decidirse entre la tarta de pera o el suflé de vainilla.

Una noche, Yuta lo llevó un ballet en el que las bailarinas iban indecorosamente escasas de ropa y, a la siguiente, a una representación teatral: una comedia plagada de bromas obscenas que no precisaban traducción alguna. También asistieron a los bailes y fiestas organizados por los amigos de Yuta, algunos de ellos eran ciudadanos franceses, pero otros eran turistas y emigrantes procedentes de Gran Bretaña, Estados Unidos e Italia. Unos cuantos eran accionistas o miembros del consejo de dirección, de ciertas empresas de las que Yuta formaba parte, y otros habían participado en los negocios navieros y ferroviarios de su marido.

—¿Cómo es que conoces a tanta gente? — le había preguntado Sicheng, desconcertado al observar que lo saludaban varios desconocidos en la primera de las fiestas a las que asistieron.

Yuta rió en respuesta y se burló con sutileza al decirle que cualquiera creería que no sabía que había todo un mundo más allá de la aristocracia inglesa. Y, a decir verdad, Sicheng no lo sabía. Hasta esos momentos, jamás se le había ocurrido mirar más allá de los estrechos confines de esa rancia sociedad. Esos hombres, al igual que sucede con Yuta, eran la élite en términos económicos: participaban activamente en la acumulación de enormes fortunas y muchos de ellos eran dueños de ciudades enteras, construidas alrededor de las fábricas en constante estado de expansión. Poseían plantaciones, molinos, almacenes, tiendas y fábricas; y según parecía, sus intereses no se centraban en un solo país. Mientras sus esposas se dedicaban a comprar y a lucir vestidos diseñados por las modistas parisinas, los hombres se sentaban en las cafeterías o en los salones privados y se enzarzaban en interminables discusiones políticas o de negocios. Muchos de ellos fumaban tabaco enrollado unos pequeños cilindros de papel llamados «cigarros» una moda que había comenzó entre los soldados egipcios y que no había tardado mucho en extenderse por todo el continente. Durante la cena, hablaban de cosas que Sicheng jamás había escuchado antes, acontecimientos de los que nunca había oído hablar y que, con toda seguridad, no habían sido recogidos en los periódicos.

Verano (Yuwin)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora