Vagabunda

26 6 0
                                    

La despierta un hombre de traje que, con sus mocasines, le da una débil patada para llamar su atención.
Abre los ojos, poco a poco. Su chaqueta está al lado suyo, aún mojada.

-Vamos a abrir. Si necesita ayuda, llame a una ambulancia; si está descansando, váyase a otra parte.

El hombre lleva una placa dorada en su uniforme: Julian. Su expresión es cansada, como si hubiera dormido peor que aquella chica que intenta incorporarse enfrente suyo.

-No sé quién soy. No sé nada de mí -responde, apartando la vista-. ¿Aquí me pueden ayudar?

El hombre se limita a encogerse de hombros.

-Le recomiendo ir al albergue antes de que vuelva a llover. Sintiéndolo mucho, no tenemos noticia de ninguna desaparición últimamente.

-¿No pueden mirar siquiera si soy de aquí? -En sus ojos se refleja desesperación.

Un trueno resuena en toda la plaza. Julian abre las puertas del edificio, pasa una escoba por la alfombra que hay al entrar y limpia el cristal que hay entre la sala del guardia y la entrada. La chica sólo se ha movido para coger su chaqueta, y sigue mirándolo, impasible.

-¡Fuera! No sé si esto es una broma o si eres una vagabunda en busca de una oportunidad gratis, pero como no te vayas llamaré al alguacil. -En su blanca frente, una vena empezaba a hincharse. -En una aldea como esta, si de verdad no supieras quién eres, la gente te reconocería, ¿No?

Resignada, la chica se da media vuelta. Mientras se aleja del edificio, mira la hora: las 7:30. Aún tiene sueño, aunque acelera el ritmo cuando otro trueno, acompañado de un resplandor, amenaza con iniciar otro chubasco.

¿A ese estúpido Julian no se le ha ocurrido pensar que, a lo mejor, no soy del pueblo? La chica estaba alucinando: puede que fuese rara su situación, pero ella no tenía la culpa. O eso creía.

Un albergue, había dicho Julian. Tenía la sensación de haber pasado por delante de uno la noche anterior.

Sus pasos contra el suelo mojado son el único sonido que llega a escuchar; ni cantos de pájaros, ni el ruido de una persiana subiéndose. Nada.

Al girar por una calle un poco más grande que las anteriores, como imaginaba, ve una casa verde no muy grande. Encima de la puerta, un cartel desgastado de madera amenaza con caerse de su sitio. En él se lee: albergue Las Colinas.

La muchacha coge el frío metal que hace de llamador, y lo golpea. El ruido le hace pegar un pequeño brinco: resuena bastante más de lo que ella pensaba, por lo que solo toca una vez.

Nada. No hay respuesta.

Esta vez, la chica prueba a tocar dos veces; el resultado es el mismo.

-Genial. -Sentándose en el pequeño trozo de suelo que cubre el tejado y que, por lo tanto, no está mojado, se lamenta en voz alta: -Esto es, sin duda, maravilloso.

Empieza a llorar. Es probable que quien pase por ahí piense que está loca: su melena enmarañada, sus ojeras y su vestimenta, que cada día tiene más manchas, le dan un aspecto lúgubre.

Se seca las lágrimas con las manos. Si ese pueblo no le ofrece nada, se irá de allí.

Perdona, ¿Quién soy?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora