Amarga

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Zeta muerde la manzana que tiene entre sus manos. Está junto a Ada, de camino a la cabaña de la mujer que se ha ofrecido a ayudarlas, y que va delante de ellas.

De cierta manera, su presencia incrementa el frío que pueda hacer de por sí: es tan elegante como distante.

Han hablado poco. Cuando Zeta llegó y Ada se la presentó, tampoco dijo gran cosa; mucho menos contó su última experiencia.

Ella se llamaba Sara: Ada había hablado con ella muy poco antes de que Zeta llegase.

-¿Te gusta? -Le pregunta Ada, sacándola de sus pensamientos. -¿Tu manzana también está un poco amarga?

Zeta se encoge de hombros: se la ha comido casi entera, y ni siquiera se ha fijado en el sabor.

-Yo no he notado nada. ¿Cómo las has encontrado? -Pregunta, mirándola.

-Ha sido Sara, en realidad. -Ada, a modo de disculpa, sonríe. -No te lo he dicho por si no te fiabas o no te la querías comer.

Una sonrisa se forma en el rostro de Zeta.

-Tranquila, estúpida. Eso sí, recuérdame que, más tarde, te cuente algo.

-¿En serio? ¡No me asustes!

Unos pasos delante, Sara no sonríe: que las dos sean tan amigas iba a ser un problema.
Y de los gordos.

Perdona, ¿Quién soy?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora