Día 25: Sempiterno.

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Nacieron de la misma estrella fugaz. Fueron cedidos a esa tierra como una sola existencia intangible que se dividió en dos cuerpos. Crecieron alejados el uno del otro, sintiendo que les faltaba algo. Cada uno luchando por hallar inconscientemente aquello que les había sido apartado sin aviso.

El primero representaba la vida, la cedía, cuidaba y disfrutaba. Siempre pendiente de sus creaciones para que tomaran un sendero destinado al progreso de la tierra. Invadido por la pena por beneficiarse de la inmortalidad y no poder cederla.

Cuánto dolor acunó en su pecho desde que vio morir a la primera figura que respiraba y vivía en plena libertad sobre los bosques infinitos de la tierra mortal. Y después no podía crear algo sin pensar que, en algún punto, se desvanecería entre sus dedos. Por eso las sonrisas desaparecieron de su rostro.


—Es cruel —susurraba sosteniendo el cuerpo de la pequeña mariposa.

—Así tiene que ser —la voz de su padre fue su único consuelo por años.

—¿No puedo hacer algo? —elevó su mirada azulada hacia el mayor.

—Lamentablemente no, Kyoya.


El segundo era una entidad destinada a la muerte, errante, siempre ocupado. Sus manos estaban atadas a una tarea que todos sus congéneres consideraban aberrante. Pero era su tarea y la cumplía con diligencia en los tiempos correctos, porque él sabía que era importante. Dolido al ver a criaturas jóvenes perecer, sonriendo cuando una vida larga terminaba sin dolor, encargado de acompañar a la criatura mortal y calmar ese miedo irracional a lo desconocido. Siempre tratando de ser positivo a pesar de la carga tan pesada sobre sus hombros.


—Quisiera que vivieran más —acunaba el alma mortal en sus manos y admiraba ese brillo.

—Pero no se puede, cariño —era reconfortado por su madre.

—Lo sé —suspiraba antes de cerrar sus palmas hasta que aquella alma desaparecía.

—No decaigas, mi querido Tsuna. Porque tu deber es importante.


Siempre se evitaron por la contrariedad de su trabajo, pero en un punto fue ineludible que se encontraran, porque eran inmortales y como tal tenían suficiente tiempo para experimentar esa reunión al menos una vez. Jamás olvidarían esa ocasión, donde sus miradas se unieron por un instante.

Azul y marrón.

Frío y cálido.

Vida y muerte.

Representando un ciclo sin fin.


—¿Por qué sonríes si tantas vidas te has llevado?

—Porque no me las llevo..., solo te las devuelvo.


Estuvieron siempre destinados a encontrarse, porque solo así entenderían la tarea tan importante que realizaban, y lo ligados que estaban tanto en sus deberes como en sus existencias inmortales. Les costó mucho acostumbrarse al otro, entender la razón de su presencia, pero al final no pudieron más que apreciarse sin límites.


—Yo cuido de tu corazón —sonreía con dulzura.

—Y yo el tuyo.


Ya no hubo dolor, ni ese vacío abismal que los definió hasta ese punto. Solo hubo dulzura, calidez, compañía y respeto. Porque el uno cedía cuerpos físicos a almas intangibles que vivían en su interior, y, el otro, terminaba con el cuerpo físico para devolver el alma a su contenedor para que se purificara y renaciera.

Todos sabían que su relación siempre sería sempiterna.

Todos entendían que aquellos dos formaban un ciclo sempiterno.

Y cuando ambos tocaron la mano ajena por primera vez, entendieron que habían encontrado a su otra mitad, y la razón de su existencia.

Fictober 2019 [KHR] [1827]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora