Día 26: Luto.

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Las risas del pequeño castaño que corría por los pasillos quedaron en el pasado. Las largas tardes de caminata quedaron en las memorias. Los días soleados en los que compartían una sandía, se perdieron entre disimuladas divagaciones recurrentes. Ya no había más helados los viernes, tampoco visitas al parque en las tardes, mucho menos los días en la piscina.

Ya no más.

Tsuna no quiso aceptar que, mientras él creía, su abuelito se marchitaba. Pero llegó un día cuando las manos temblorosas de aquel ancianito, que por nombre tenía Timoteo, ya no pudieron sostener la cuchara con firmeza. Después todo fue empeorando. Porque aquel amante de los libros ya no podía ver las letras, y tampoco podía leer largo rato porque se quedaba dormido.


—Vamos, abuelito —solía decirle con una sonrisa—. Vamos a descansar en casa.


Maduró con el pasar de los años, entendiendo que la vitalidad de la persona más querida —aparte de sus padres— estaba desvaneciéndose. Entendió que su abuelito ya no podía cuidarlo, y que, en vez de eso, él tenía que tomar ese rol. Lo hizo con ganas, deseando hacer de la vida de aquel anciano la más feliz y pacífica posible.

Pero en algún punto todo tenía que cambiar.

Un día su abuelito contrajo gripe, y Tsuna se encargó de cuidarlo, darle la medicina, prepararle una sopa caliente. Como siempre lo llevó al médico para que verificaran su estado. Trató de hacerse a la idea de que Timoteo iba a mejorar. Pero un día el propio médico le dijo que ya no podía hacer mucho, porque los años pesan y el cuerpo se vuelve débil.


—Sé que quieres decirme algo. Hazlo antes de que duerma para siempre.

—Abuelito, ¿qué dices? —sonrió mientras le ayudaba a beber el té caliente.

—Dile a este viejo, el secreto de tu corazón.

—Te vas a ir y me quedaré solo —dijo con tristeza—, eso duele.

—Mi pequeño —elevó su temblorosa mano para acariciar la mejilla del castaño adolescente—. Yo te conozco desde siempre.

—¿Qué quieres que te diga?

—La verdad —sonrió.


Esa noche Tsuna lloró en brazos de su abuelo, siendo silencioso, temiendo el odio de aquella persona tan amable. Pero solo recibió una sonrisa, la caricia en sus cabellos, y una larga charla sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Tsuna jamás se sintió tan agradecido de tener a su abuelo como en esa noche.

Pero tampoco sufrió tanto como la siguiente.

Con extremo cuidado arregló el bigote de su abuelo, lo vistió con su traje favorito, lo peinó y le puso la colonia que siempre usaba para salir de casa. Le besó la mejilla fría, evitó que sus lágrimas cayeran encima de esa piel llena de arruguitas que representaban la edad, y con ayuda de su padre acomodó algunas flores y posesiones en el ataúd.

Le lloró solo cuando cerró la tapa de cristal, porque su abuelito se había ido para siempre.


—Mis más sinceras condolencias.

—Gracias.


Vistió de negro, intentó tomar compostura, se quedó callado la mayor parte del tiempo, y lloró un poco más al despedirse definitivamente de su abuelito. Después solo se escondió en su cuarto, entre las cobijas, dejando que sus lágrimas brotaran sin fin, mientras él revisaba las fotos de su teléfono.


—No es necesario que tú también lleves el luto —le dijo su madre.

—Pero quiero hacerlo —intentó sonreír, pero no pudo.


Desde ese día usó solo ropa negra, o a veces algo de gris o de azul en extremo oscuro. Todo era nuevo, porque, aunque le dolió, se preparó con antelación desde hace dos meses, presintiendo que la llama vital de su abuelito se terminaba. Y así permaneció mes tras mes, hundido en su pena, silencioso ante los que lo rodeaban.

Se prohibió ver a cierta persona.

Pero no pudo más.

Porque su dolor iba más allá de la pérdida.

Se sentía culpable, y por eso, al tenerlo de frente, solo sollozó sin decir nada. Quiso irse corriendo, pero no tuvo fuerzas, y por eso apreció el abrazo reconfortante que Hibari Kyoya le cedió. Se aferró a la espalda ajena, sollozó en ese pecho, y negó cuando aquellos labios buscaron los suyos.

No podía, ni quería, ser reconfortado con esos gestos.


—Guardo luto.

—Lo sé —susurró el azabache con comprensión.

—Él quiso... conocerte —susurró con los labios temblorosos—. Fue mi culpa por decirle tan tarde.


No pudo decir nada más, porque el dolor le superó.

Fictober 2019 [KHR] [1827]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora