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Unos extraños sonidos a su alrededor hicieron que abriera los ojos de golpe. El brillo dorado de sus irises, tan cercano al reluciente oro, reflejaron pequeños destellos sobre el pasto, con ayuda del sol poniente. Soltó un suspiro que estuvo lejos de aligerar el cansancio en su cuerpo y, bastante confundida, observó su entorno con cuidado al tiempo que se sentó sobre la hierba.
Los árboles y pinos eran imponentes, el clima templado y el olor salado del mar no lo percibía desde ahí, aunque estuvo convencida de escuchar la marea golpear contra las rocas, lamiendo la montaña sobre la cual, sospechaba que se encontraba. Pero aquello fue lo único que pudo definir, puesto que, si era sincera consigo misma, por más que le doliese, estaba perdida.
Se levantó con cuidado, sus articulaciones adoloridas, sus músculos contraídos y su piel sensible al tacto y ligero viento fresco. Al darse cuenta que estaba completamente desnuda, contuvo el grito y se apresuró a cubrirse, sus ojos moviéndose freneticos por todas partes, a la espera de cualquier persona saliendo de cualquier rincón. Esperaba y deseaba estar sola; no quería que nadie la encontrara en ese estado de vulnerabilidad.
Su respiración se agitó como consecuencia de pensamientos necios y nerviosos, puesto que entre más se esforzaba en recordar, lo único que llegaba a ella era el pánico. Por un instante temió que ni siquiera todo el aire del mundo fuese suficiente para llenar sus pulmones. Si sucedió lo que más odiaba y temía, no había manera de poder recuperar sus prendas de vestir.
Sin embargo, la paradoja que determinó el inicio de nuevas lágrimas recorriendo sus mejillas, fue que no había nadie en quien confiar y pedir ayuda.
