Capítulo 3

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El señor Auclair insistió en llevarme con él de inmediato, sin hacer caso de las súplicas del otro hombre. Decía que yo era peligrosa, que me dejara una semana más para que al menos me enseñaran a comportarme. Odiaba que hablara como si yo no estuviera allí, como si fuera un animal o un objeto.

Sin embargo, los ojos verdes del señor Auclair sí parecían reconocerme como la mujer que era. El fino camisón que me envolvía parecía incapaz de protegerme de la intensidad de su mirada. Sabía que estaba viendo a través de mí, analizándome, y me sentí más desnuda y desprotegida que nunca.

—Creo que he hablado claro, Marchal —dijo de repente, interrumpiendo la perorata del otro hombre—. Me la llevaré ya. ¿Cuánto por ella?

Las dos mujeres que me escoltaban intercambiaron una mirada. No sabía qué estaban pensando de esta situación, si me envidiaban o se compadecían de mí, pero entendí que esto no era lo habitual.

Marchal volvió a secarse la frente con su pañuelo.

—Cinco mil monedas —respondió, después de un rato en silencio.

Ahogué un grito de asombro. Cinco mil por una chica como yo, fea y salvaje según Marchal. La bilis me subió hasta la garganta. Ni siquiera la dote de Maeve, tan deseada por los hombres de nuestra comarca, alcanzaba esa cantidad. Cinco mil era una deuda que nunca podría devolver.

La respuesta del señor Auclair llegó sorprendentemente rápido.

—Me parece bien. Que tus chicas la suban a mi carruaje mientras cerramos el trato.

Dedicándome un último vistazo con esos impresionantes ojos verdes, dio media vuelta y siguió a Marchal hasta que ambos desaparecieron detrás de unas cortinas.

—¿Cinco mil? —masculló una de las mujeres mientras volvían a empujarme para obligarme a caminar.

La otra chasqueó la lengua por desdén.

—Ese hombre está loco.

No comentaron nada más, para mi desolación. Necesitaba saber quién era mi comprador y qué esperaba de mí, pero no pregunté; estaba demasiado ocupada buscando la forma de escapar. Una parte de mí sabía que, si no huía ahora, no lo haría nunca.

Como si me hubiera leído las intenciones, una de las mujeres le pidió a la otra que me sujetara y se fue un momento. Cuando volvió, llevaba con ella dos pares de grilletes de hierro unidos por cadenas. Me miró burlona mientras me los ponía en las muñecas.

—Los reservamos para las chicas desobedientes —dijo—. Seguro que tu nuevo amo va a agradecer este pequeño regalo. Quizás decida quitarte los dientes para poder divertirse sin miedo de que lo conviertas en un eunuco, pequeña salvaje.

La otra mujer se rio. Yo solo pude enrojecer de humillación. Cuando se agachó para colocarme el otro par de grilletes en los tobillos, le propiné una patada en la mandíbula. Si querían a una salvaje de verdad, iban a conocerla.

Ella gritó, furiosa. Nada más reponerse del golpe, se levantó y me abofeteó.

—¡Corinna! —exclamó su compañera—. Ten cuidado de no dañarla o nos la devolverán.

La miré a los ojos, retándola a golpearme de nuevo. Notaba el sabor a sangre en la boca, así que escupí a sus pies. Ella retrocedió de un salto, con una mueca de asco, pero tiró a un lado los grilletes destinados a mis tobillos, desistiendo a ponérmelos, y decidí verlo como una pequeña victoria.

—Espero que se canse de ti y te pudras en una celda el resto de tu vida —me espetó.

Sus palabras me encogieron las entrañas; sin embargo, me negué a dejarme amedrentar. El futuro me aterrorizaba, pero no quería dejar que ellas lo supieran.

La concubina (El Valle #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora