Capítulo 20

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La noticia del embarazo fue a la vez esperada e inesperada. Una parte de mí ya lo sabía, mientras que otra se había negado a pensar siquiera en ello. Tener este bebé iba a significar resignarme a mi destino como concubina del señor Auclair. Antes había tenido esa pequeña esperanza de regresar a mi aldea en cuanto tuviera oportunidad, pero ahora esa salida ya no estaba. A veces, cuando pensaba en ello, me sentía desconsolada, atrapada con un hombre que ni siquiera había elegido. Sin embargo, otras veces me sentía incluso feliz y no podía esperar a darle la noticia a mi amo.

Excepto Lisette, cuyo rostro seguía siendo indescifrable para mí, las demás se alegraron cuando les conté lo del embarazo. Francine me abrazó, encantada, y Cora me sonrió y me dio la enhorabuena.

A pesar de que el embarazo ocupaba mis pensamientos la mayor parte del día, había otras cosas que me preocupaban y no me dejaban dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía a los tres bandidos, sus cuerpos chamuscados sobre el barro. Nadie me había dicho qué había ocurrido con ellos. Quizá la nieve los había cubierto y no los encontrarían hasta la primavera.

Además de eso estaba el tema de las luces. Tardé unos días en habituarme a mi nueva visión, esperando que desapareciera hasta que asimilé que no lo haría. Llegué a pensar que me volvería loca si tenía que ver destellos el resto de mi vida, pero acabé por acostumbrarme. Me di cuenta de que las luces eran la magia cuando vi a uno de los sirvientes y me sorprendí de que no brillara también. Solo las concubinas, entre las que me incluía, y las niñas tenían esa suave aura de luz a su alrededor, todas de una intensidad diferente. Debía ser esto lo que veía alguien bajo los efectos del polvo de estrella, solo que yo no lo había probado jamás.

Más de una vez, acudió a mis pensamientos el hombre de la fiesta, lo que me había dicho. Para él no había sido una sorpresa que yo pudiera ver la magia, sino todo lo contrario. Quizá no era extraño, quizá todas las concubinas podían hacerlo y habían supuesto que yo también. No me atreví a preguntarle a las otras por miedo a lo que pudiera pasar.

Pero no solo era la vista. Había repasado los acontecimientos una y otra vez, desde el picor de mis manos hasta que empecé a brillar. Estaba segura de que eso que había salido de mí y había matado a los bandidos era magia, y más segura todavía de que no era normal.

Cuando el señor Auclair regresó de ver a su hermano unas dos semanas después de haber partido, traía malas noticias. Un médico local había atendido a su hermano, pero no habían podido hacer gran cosa por él. Existía la posibilidad de que mejorara y la única forma de saberlo era asegurarse de que estuviera cuidado y dejar pasar el tiempo. Muy a su pesar, el señor Auclair tuvo que dejarlo en ese estado, sin saber qué iba a ser de él.

No lo vi hasta el día después de su llegada. En un principio me molestó que no hubiera venido a verme antes, o que ni siquiera me hubiera anunciado que había llegado sano y salvo, pero en cuanto me encontré frente a él olvidé todo eso.

Mis pies se movieron hacia el señor Auclair como si tuvieran vida propia y me abracé a él, aferrándolo con fuerza.

—Estás en casa —murmuré.

Él se separó un poco de mí y me miró. En su rostro habían aparecido arrugas de preocupación que antes no estaban y sus ojos verdes parecían cansados. Aun así, cuando sonrió me pareció más atractivo que nunca.

—Anna. Parece que me has echado de menos.

No podía imaginarse cuánto. Lo besé en un impulso y él me correspondió, pero fue breve. Traté de no parecer decepcionada cuando volvió a apartarse de mí.

—¿Por qué estás tan contenta? —me preguntó.

Sonreí y me puse la mano sobre el vientre. Estaba de unos dos meses, según los cálculos de Lisette, por lo que apenas se notaba un poco hinchado. Él lo comprendió sin necesidad de que le dijera nada más. Me abrazó por sorpresa, levantándome en peso y haciéndome girar.

La concubina (El Valle #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora