Desperté en una cama mullida que reconocí de inmediato. Abrí los ojos y me encontré en la habitación que había compartido durante meses con Lisette y Francine. Alguien había llevado un brasero y lo había colocado a los pies de mi cama; además, me habían quitado la ropa y dejado en camisón. Estuve un tiempo indeterminado entrando y saliendo de la inconsciencia. Los párpados me pesaban como el plomo y se negaban a mantenerse abiertos. Cuando logré espabilarme un poco más, me quedé tumbada disfrutando de la calidez de las sábanas. Algo me molestaba profundamente, pero no sabía qué era. ¿Había tenido una pesadilla? Tardé un poco en comprender que no, aquello había ocurrido de verdad; no lo había soñado.
—Inès —dije en voz alta, incorporándome de golpe.
—Está bien. —La respuesta de Lisette me sobresaltó. No me había dado cuenta de que ella estaba conmigo en la habitación.
Parpadeé varias veces. Algo extraño les pasaba a mis ojos. No conseguía enfocar bien y veía pequeños halos de luz moverse de un lado a otro, como minúsculas luciérnagas. La propia Lisette emitía un extraño resplandor dorado. La observé fijamente durante tanto tiempo que ella carraspeó, incómoda.
—¿Cómo estás? —preguntó. Su voz no era fría y despectiva como de costumbre. No era exactamente amable, tampoco.
Yo no contesté. Demasiado cansada para seguir erguida, volví a recostarme sobre el almohadón. Tenía un sabor extraño en la boca, como a ceniza. Mi cabeza seguía nublada y no entendía del todo qué estaba pasando.
No me sorprendí cuando Lisette se marchó de la habitación, simplemente pensé que se había cansado de mí muy rápido, incluso para sus estándares. Sin embargo, regresó al poco tiempo con un vaso de agua en la mano. Se sentó junto a mí en la cama y me ayudó a incorporarme de nuevo antes de entregarme el vaso. No me había dado cuenta de lo sedienta que estaba hasta que di el primer trago de agua.
—¿Cómo estás? —repitió, dándome tiempo para que terminara de beber.
—No lo sé —admití—. Los bandidos se llevaron a Inès.
Lisette asintió.
—Lo sé. —Me estaba mirando de forma extraña, con una expresión que nunca había visto en ella. No sabía si era bueno o malo, pero estaba haciendo que me sintiera indefensa.
Nos quedamos silencio un rato. Conforme mi mente se iba despejando, me iba dando cuenta del alcance de lo que había ocurrido. Los bandidos estaban muertos y estaba casi segura de que los había matado la luz que había salido de mí. El que había acudido a por nosotras tendría que haber visto los cuerpos y tendría preguntas.
Preguntas que no sabía cómo responder.
—Anna —me llamó Lisette, sacándome de mis pensamientos. Su rostro era inescrutable, pero percibí en sus ojos grises menos frialdad que de costumbre—. Fuiste una estúpida.
Me encogí de hombros. No iba a rebatirle eso cuando hasta yo sabía que tenía razón.
—No podía dejar que se la llevaran. No podía quedarme aquí a esperar —repuse sin más.
Lisette se mordió el labio.
—La tormenta los habría detenido —dijo—. Los habría atrapado tarde o temprano. Y el frío los hubiera matado, y a Inès con ellos.
Ladeé la cabeza. No entendía a dónde quería llegar.
—Cuando me avisaron, salí a buscaros, pero la nieve había borrado el rastro —prosiguió—. Fue por ti pude encontraros.
Recordé aquella voz que gritaba mi nombre, la que había oído antes de desmayarme. Debía ser ella entonces. De todas las personas que podían haber venido a por nosotras, era Lisette la que nos había encontrado. La que había visto los cuerpos. Tragué saliva y volví a notar la boca tan seca como antes de beber el agua. Estaba convencida de que ella iba a utilizar eso contra mí, para echarme de la casa en la que nunca me había querido.
Por eso me sorprendió tanto cuando dijo:
—Te he juzgado mal, Anna. Cuando llegaste pensé que no eras más que una niña estúpida que acabaría comiendo de la mano de Auclair y poniendo en peligro nuestros secretos. —Se apartó de la cara un mechón de cabello negro. Quizá era impresión mía, pero no me parecía tan impecable como siempre. Su vestido negro, normalmente impoluto, estaba manchado de barro—. Y, sin embargo, fuiste la única que se subió a un caballo y fue detrás de los bandidos para rescatar a Inès. De no ser por ti, ella estaría muerta.
Me quedé muda. Mi cabeza no conseguía procesar ningún pensamiento coherente, por lo que mucho menos entendía qué estaba pasando.
Lisette extendió la mano despacio y alcanzó la mía. Fue un contacto breve, apenas un suave apretón.
—Gracias —dijo—. Voy a estar siempre en deuda contigo.
La miré a los ojos y las piezas encajaron en su lugar.
—Inès es tu hija —musité.
No podía creer que no lo hubiera adivinado antes, o por lo menos sospechado. Aunque el cabello de Inès era rubio, ambas tenían los ojos grises como las nubes de tormenta. Me pregunté por qué había dejado a la niña al cuidado de Cora, por qué le ocultaba que era su verdadera madre.
—Pero por mucho que te lo agradezca, sigo pensando que lo que hiciste fue una auténtica estupidez —continuó—. Podrías no haberlo conseguido, Anna, y entonces estaríamos lamentando dos muertes.
—No pensé mucho en ello —confesé—. Estaba asustada y no podía dejar que se la llevaran, como hicieron conmigo. Creí que la hija de un hombre rico estaría a salvo, que jamás se atreverían a venir a por una de ellas.
Lisette suspiró.
—Yo también lo creía. Nunca se habían atrevido hasta ahora, pero este invierno está siendo largo y difícil. Quizá pensaban que les merecía la pena correr el riesgo, no lo sé. Quizá sabían que la hija de una concubina no tiene el mismo valor que una hija legítima y nadie se molestaría en buscarla. —Se levantó de la cama y se alisó la falda del vestido—. Bueno, te dejo descansar. Estábamos asustadas porque no despertabas y aún pareces agotada.
Era cierto. Notaba el cuerpo pesado, como si me hubieran drenado toda mi energía. Nunca había estado tan cansada, ni siquiera tras un día entero de trabajo. Para empeorarlo todo, las lucecitas que flotaban a mi alrededor me estaban empezando a marear. Además, el agua que había tomado me había revuelto el estómago y las náuseas habían regresado.
—Creo que voy a vomitar —gimoteé.
Lisette salió de la habitación y regresó con una palangana en cuestión de segundos. La dejó sobre mis rodillas y volvió a sentarse a mi lado. Con una ternura que creía imposible viniendo de ella, me acarició la espalda. Su mano apenas me rozaba la tela del camisón, casi como si temiera tocarme.
—Tranquila, es normal —dijo con suavidad—. Te has llevado un buen susto.
Sacudí la cabeza, lo cual solo sirvió para empeorar el mareo. Todo me venía demasiado grande: las nuevas luces, el peso de lo que había hecho, el miedo de que alguien lo descubriera, el temor a lo que había salido de mí. El calor ya no me resultaba reconfortante, sino que me asfixiaba. No podía respirar. Tuve una arcada y pensé que eso espantaría a Lisette, pero ella siguió sentada a mi lado, sin inmutarse.
—Respira despacio —indicó, con un tono de voz firme, profesional—. Inhala y exhala a la misma vez que yo, ¿de acuerdo?
Hice lo que me pedía hasta que, poco a poco, el calor dejó de ahogarme y las náuseas fueron remitiendo.
—Ya me sentía mal antes de que todo pasara —expliqué—. Es posible que me esté poniendo enferma.
La mano con la que me acariciaba la espalda se detuvo de golpe y sus ojos grises me escrutaron con atención.
—¿Cuándo fue la última vez que sangraste, Anna? —preguntó.
Traté de hacer cálculos, pero los días se mezclaban unos con otros en mi cabeza.
—Antes del baile —respondí al fin—. No recuerdo exactamente cuánto tiempo.
Lisette se pasó la lengua por los labios, pensativa. De repente, el tono sonrosado habitual de sus mejillas desapareció.
—El solsticio fue hace seis semanas. —Guardó silencio unos instantes, dándome tiempo para asimilar sus palabras—. Anna, creo que estás embarazada.
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La concubina (El Valle #1)
FantasyEl día de su boda, Anna es secuestrada y entregada al hijo de un rico comerciante. A partir de entonces pasa a formar parte de su corte de concubinas como una más. Nunca se ha considerado especial, pero al parecer tiene algo que la convierte en un b...