Capítulo 9

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Volvimos a la casa en completo silencio. Yo apenas terminaba de asimilar mi conversación con Francine, las cosas que me había contado. No quería pensar en eso; tenía miedo de las ideas que podía sacar si le daba muchas vueltas al asunto. Tenía miedo de descubrir que me gustaba más de lo que quería admitir.

No, mi objetivo era y siempre sería volver a mi hogar. Mi única felicidad se encontraba en mi aldea, con mis seres queridos, siendo esposa de un hombre que yo había elegido y madre de unos hijos que yo había querido tener. La vida entre lujos y falsa seguridad de las concubinas, obligadas a vivir en una jaula de oro, no era para mí.

Una vez en nuestros aposentos, Francine me pidió ayuda para bañar a las niñas antes de que Cora las viera. Ambas iban llenas de barro hasta las orejas, pero parecían alegres. Apenas protestaron cuando las obligamos a sumergirse en el agua de la tina. Se divirtieron chapoteando entre ellas y lanzándonos agua a nosotras. Francine, lejos de enfadarse, rio con ellas.

Antes de que el agua se enfriara, las sacamos y las envolvimos en toallas. Yo me senté a desenredar el cabello de Inès, mientras Francine se ocupaba de Sophie. O quizás fuera al revés; las dos eran endiabladamente parecidas, pequeñas versiones del señor Auclair.

Una vez limpias y adecentadas, Francine les dio permiso para que fueran a ver a Cora, haciéndolas prometer que no la despertarían si estaba dormida. En cuanto salieron del baño, dos duendecillos rubios en camisón, ella suspiró y puso los brazos en jarras.

—¿Te apetece un té, Anna? —preguntó—. Yo mataría por un té ahora mismo.

Asentí y le di las gracias.

Mientras ella iba a la cocina a hervir agua, yo me quedé atizando el fuego de la sala común. Por las noches estaba empezando a refrescar y hacía unos días habían traído un cargamento de leña para aprovisionar la casa para el invierno. Me pregunté, con el corazón encogido, si parte de esa leña provenía de la que Fabièn y sus hermanos vendían para vivir.

Francine llegó enseguida con una bandeja. Había traído unas pastas también para acompañar el té.

—Estoy muy cansada, ¿tú no? Ese paseo ha sido agotador —comentó, sirviendo alegremente el té en dos tazas—. Pero necesitaba salir de la casa o iba a volverme loca. Tenemos suerte de que Vilem sea tan generoso permitiéndonos ciertas libertadas.

Sacó su cesta de costura para continuar con su labor. Me fijé, por primera vez, en que ya no estaba trabajando en el patuco de bebé, sino en lo que parecía una bufanda.

—Debemos estar agradecidas —murmuró—. Muy agradecidas.

Empezó a tararear mientras tejía. Yo la observé de reojo, mordisqueando sin mucha gana una de las pastas.

La puerta de la guardería se abrió de golpe y una de las niñas salió.

—¡Tía Francine! —chilló—. Es mamá.

Ella se levantó como un resorte y dejó la bufanda olvidada en el sillón. Se había puesto tan pálida como lo estaba ayer y de inmediato me preocupé. Algo estaba pasando. Cuando corrió hacia la habitación de Cora, yo la seguí.

Cora estaba en su cama, blanca como una sábana y cubierta de una capa de sudor frío. Tenía los dientes apretados y una mano cerrada alrededor del brazo de la otra niña. Por su carita de dolor, supe que le estaba haciendo daño.

—Tranquila, tranquila —dijo Francine, arrodillándose junto a la cama—. ¿Es el bebé?

Cora asintió a duras penas.

—Creo que ya viene —masculló.

Francine soltó con delicadeza el agarre de hierro que Cora mantenía sobre el brazo de la niña.

La concubina (El Valle #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora