Capítulo 4

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Pasé la mayor parte del viaje observando tras las cortinas de terciopelo del carruaje. Por un lado, de este modo evitaba hablar o mirar al señor Auclair, cuya presencia a mi lado me inquietaba terriblemente; por otro, trataba de reconocer el camino por el que me habían traído los bandidos, intentando orientarme para saber qué dirección tomar en caso de que lograra escapar. En ambas cosas fracasé.

Cada vez que pensaba que el señor Auclair estaba distraído mirando por su propia ventanilla, lo contemplaba de reojo. Quería leer sus intenciones, saber si podía convertirlo en mi aliado o si debía temerlo. Aún no sabía cuál era su yo real, si el duro negociador que me había comprado o si el hombre amable que confiaba en mí lo bastante como para permitirme viajar sin grilletes.

Finalmente, el agotamiento pudo conmigo y me acurruqué en el cómodo asiento del carruaje, mecida por su suave bamboleo. Tras una semana durmiendo en el suelo, mi cuerpo agarrotado agradeció el cambio.

Antes de caer en los brazos amables de un sueño sin pesadillas, sentí la mano del señor Auclair acariciarme el pelo con una delicadeza infinita.

Al despertar, por segunda vez en poco tiempo me encontré en un lugar desconocido. Una cara redonda flotaba sobre mí y grité sin poder evitarlo. Me incorporé de un brinco y retrocedí, colocando los brazos en una postura defensiva.

Cuando mi mente se aclaró, pude mirar a mi alrededor y vi que no estaba en otra celda húmeda y oscura, sino en una habitación espaciosa y bien iluminada con lámparas de aceite. Debajo de mí había una cama con sábanas suaves y alguien me había cambiado el sobrio camisón blanco por otro de gasa con las mangas y el bajo de encaje. Seguía sin ser todo lo decoroso que hubiera querido, pero al menos olía bien, a agua de rosas y algo dulce que no supe identificar.

La cara que me había asustado pertenecía a una mujer joven que me miraba como si me temiera más a mí que yo a ella. Tenía la piel llena de pecas y el pelo color caoba, que llevaba recogido en dos largas trenzas.

—Oh, no, lo siento, lo siento —dijo—. ¿Te he asustado? Lo siento, no era mi intención.

Levantó las manos y se apartó de mí, como para demostrarme que no tenía intención de hacerme daño. Yo bajé los brazos poco a poco, lo que hizo que ella sonriera. Tenía los dientes un poco torcidos, lo que sumado al color rojizo de su cabello me recordó un poco a Fabièn. El corazón se me encogió al pensar en él. ¿Estaría bien? ¿Me estaría buscando?

—Tranquila, aquí estás a salvo —me aseguró con voz dulce—. Me llamo Francine. ¿Cuál es tu nombre?

—Anna —murmuré.

Francine dio una alegre palmada que hizo que me sobresaltara un poco.

—¡Anna! Mi madre se llamaba así, ¿sabes? —Agarró mi mano entre las suyas—. Estoy segura de que nos llevaremos bien. ¿Hay algo que necesites? ¿Tienes hambre, sed?

No recordaba haber comido nada desde que los bandidos me entregaron, pero no estaba hambrienta. Mis entrañas eran un manojo de nervios y me temía que vomitaría cualquier cosa que comiera.

—Estoy bien —respondí.

Sin embargo, Francine ya se había levantado de la cama y no me escuchó. Recorrió la estancia a toda prisa y salió por una puerta con un frufrú de faldas.

Me levanté de la cama nada más escuché la puerta cerrarse. No estaba encadenada, para mi fortuna, así que podía moverme libremente.

Había tres camas más en la habitación, todas ellas con dosel y sendos edredones delicadamente bordados. Junto a cada cama había un armario y una mesita. Me pregunté quién dormiría allí y una parte de mí quiso investigar qué había en los cajones, pero me pareció de mal gusto invadir la privacidad de una persona desconocida. En lugar de eso me dediqué a inspeccionar las tres grandes ventanas se alineaban en una de las paredes, cubiertas con cortinas blancas. Estaban cerradas, pero comprobé que podían abrirse descorriendo el cerrojo que había en lo alto. Si me subía a una de las mesitas, quizá podría alcanzarlo, aunque lo pensé dos veces no lo hice. Fuera estaba de noche y no podía ver qué se extendía al otro lado, lo lejos que se encontraba ahora la ciudad. Escapar de aquí y dirigirme a lo desconocido era casi una sentencia de muerte. Podría tardar semanas en encontrar el camino a mi aldea y otras tantas en llegar allí a pie. El invierno estaba cada día más cerca y no sería la primera viajera imprudente a la que el frío arranca de este mundo.

La concubina (El Valle #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora