Capítulo 1

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—Ya te puedes mirar, Anna.

Abrí los ojos y la chica del espejo me devolvió la mirada. Pelo castaño trenzado con flores alrededor de la cabeza, ojos oscuros y piel tostada por el sol. La nariz era algo chata, los labios demasiado finos y la frente y las mejillas estaban salpicadas de pecas y lunares, pero en ese momento pensé que era la mujer más hermosa que había visto nunca. Abrí la boca, sin saber cómo darle las gracias a Maeve por todo el trabajo que estaba haciendo preparándome para mi boda.

—Eres la mejor amiga que una chica puede pedir —le dije, con los ojos llenos de lágrimas.

Maeve me sonrió, también algo llorosa, y me abrazó, llevando cuidado de no tocar el peinado que tanto trabajo le había costado hacer.

Yo no podía dejar de mirar mi reflejo, absorbiendo hasta el más mínimo detalle. Mi amiga era la única de la aldea que tenía un espejo, un regalo de uno de sus ricos pretendientes. Era un lujo con el que yo no podía ni soñar, pero que ella había accedido a compartir sin pensarlo dos veces cuando le dije que iba a casarme. Se ofreció incluso a arreglar uno de sus vestidos para que lo pudiera usar en la ceremonia, pero me negué. Al morir mi madre, mi padre había vendido casi todas sus cosas, con la excepción de su vestido de novia. Tenía la esperanza de que yo lo usara algún día y era el deseo de mi madre que así fuera. El vestido era algo viejo y el hilo del encaje había pasado de ser de un impoluto blanco a adoptar un tono amarillento, pero se abrazaba a mi cuerpo como si estuviera hecho para mí.

—No puedo creer que vayas a ser una mujer casada antes que yo —dijo Maeve, retocando una de las flores de mi peinado con su típico afán perfeccionista.

Las dos habíamos soñado siempre con el día de nuestra boda. Ella, la hija de un rico ganadero, soñaba con condes, duques y príncipes montados a caballo. Yo, la humilde hija de un cazador, solo podía permitirme soñar con un esposo trabajador y respetuoso, pero sin pretensiones en cuanto a su riqueza o sus títulos nobiliarios. Fabièn, mi prometido, era dulce, tenía un futuro como leñador junto a su padre y me amaba por encima de todas los cosas. Era todo cuanto necesitaba.

Miré a mi amiga, su hermoso cabello rubio y su cara en forma de corazón. Maeve era la soltera de oro de los alrededores. Al ser la única hija de su padre, el afortunado que se casara con ella tendría el privilegio de administrar las tierras y el ganado, sin contar con la generosa dote. Sin embargo, Maeve se negaba a casarse por interés. Era lo bastante privilegiada como para poder elegir un matrimonio por amor, a ser posible fuera de nuestra minúscula aldea y sus limitadas posibilidades. A mí me aterraba pensar que llegaría el día en que ella se marcharía para siempre. Yo amaba a Fabièn y quería formar una familia junto a él, envejecer junto a él, pero no me imaginaba ese futuro sin mi amiga cerca.

—Prométeme que seguiremos viéndonos después de que te cases —murmuré.

Maeve me miró como si hubiera dicho que le habían crecido un segundo par de orejas.

—Por supuesto que sí, tontuela —respondió—. ¿Dónde voy a encontrar otra que me soporte como tú?

Esta vez la abracé yo. Apoyé la mejilla en su vestido y respiré su aroma a pastel de cerezas y perfume de azahar. Siempre asociaría el olor de Maeve a una época más pacífica de mi vida, a esas tardes jugando con los vestidos de su madre y comiendo dulces hasta el empacho.

El repique de las campanas de la ermita interrumpió nuestro momento.

—Es la hora —suspiró Maeve. Dio un paso atrás para observarme mejor—. Estás preciosa, Anna. Eres una novia espectacular.

Me picaban los ojos pero me esforcé por no llorar. En menos de una hora me habría convertido en la señora de Fabièn. Anna Piaget se convertiría en Anna Morel por el resto de su vida. Me levanté del tocador, agarré el ramo de margaritas y salí de la habitación de Maeve, seguida de cerca por ella.

La concubina (El Valle #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora