Estaba amaneciendo cuando regresamos a la mansión. El baile había acabado de madrugada y el trayecto de vuelta era largo. A pesar de eso, no conseguí dormir en el carruaje. El señor Auclair, en cambio, apoyó la cabeza en su brazo y cerró los ojos. No supe si dormía o no, pero lo observé durante un buen rato, prestando especial atención a la forma en la que su pecho subía y bajaba con su respiración pausada. Me hubiera sentido mortificada si se hubiera dado cuenta de que lo miraba.
Solo cuando el carruaje se detuvo, ya frente a su casa, entreabrió los párpados.
—¿Estamos aquí? —preguntó.
—Sí, señor, ya hemos llegado —contesté.
Él me dirigió una sonrisa adormilada.
—Ha sido una noche larga. Me estoy haciendo mayor para esto.
Le sonreí también.
Solo cuando bajé del carruaje y entré en la casa, me di cuenta de lo cansada que estaba. Me despedí del señor Auclair, o tal vez no lo hice, y me encaminé a mi habitación para dormir un rato.
Con cuidado de no despertar a Lisette y a Francine, que seguían dormidas en sus respectivas camas, me quité el vestido, me deshice torpemente el peinado y me metí bajo las mantas en ropa interior, demasiado agotada para pensar siquiera en buscar mi camisón.
Soñé que estaba rodeada de mujeres de nariz ganchuda y verrugas, vestidas de negro, que se reían de mí antes de marcharse volando. En algún momento, me daba cuenta de que mi aspecto era igual que el de ellas, así que echaba a volar también. No tenía miedo de haberme convertido en un monstruo, solo me sentía... libre.
Al despertar, sin embargo, estaba agitada y sudorosa, como si hubiera tenido una pesadilla terrible. No sabía qué hora era, pero Lisette y Francine ya no estaban conmigo. Alguien había cerrado las cortinas para que la luz no me molestara, así que me levanté de la cama para abrirlas. Abrí mucho los ojos al darme cuenta de que fuera había empezado a nevar. Apoyé la frente sobre el cristal helado y observé los copos caer y fundirse en el suelo. Ni siquiera me di cuenta de que había empezado a temblar por el frío, hipnotizada.
Cuando salí de mi ensoñación, decidí vestirme y bajar a la cocina a por un té para entrar en calor. Por suerte, toda la casa estaba bien caldeada y bien provista de leña. En la cabaña que compartía con mi padre en mi aldea, los inviernos habían sido largos y crudos. Allí normalmente nevaba mucho antes del solsticio y mi padre no podía ir al bosque a cazar esos meses, por lo que contábamos con las provisiones justas si el año había sido bueno.
—Vaya, vaya, mirad quién ha vuelto al mundo de los vivos —saludó Francine en cuanto me vio entrar.
Las tres, junto con las niñas, estaban sentadas en la mesa, almorzando. Todas se giraron hacia mí y enrojecí por la vergüenza.
—Buenas tardes —murmuré.
Francine se echó a reír y las niñas la imitaron. Incluso Cora sonrió, para mi sorpresa. Solo Lisette se levantó de la mesa y se marchó sin decir una palabra. Decidí no darle importancia y sentarme con las otras.
Francine tenía muchas preguntas acerca del baile y, aunque no tenía ganas de hablar, me esforcé en contestarlas todas. Le hablé con detalle de los vestidos, de la música, de cómo el señor Auclair me había sacado a bailar a pesar de haberle confesado que no sabía. Obvié mi encuentro con el mago, aunque un escalofrío me recorrió la espalda al recordarlo. Había hecho todo lo posible por convencerme de que había sido un mal sueño.
Después de comer, acompañé a Francine al patio para que las niñas jugaran con la poca nieve que se había acumulado. Era casi todo barro, pero a ellas no les importó en lo más mínimo mientras saltaban y se lanzaban puñados de nieve sucia la una a la otra.
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La concubina (El Valle #1)
FantasyEl día de su boda, Anna es secuestrada y entregada al hijo de un rico comerciante. A partir de entonces pasa a formar parte de su corte de concubinas como una más. Nunca se ha considerado especial, pero al parecer tiene algo que la convierte en un b...