Lisette tenía razón: dos meses no fueron tanto tiempo. Todas las tardes, un poco antes de que anocheciera, nos reuníamos en la biblioteca y ella me enseñaba lo básico para que aprendiera a comportarme como una adecuada concubina. No era una tutora paciente y a veces la exasperaba mi torpeza, pero al final acabamos acostumbrándonos a la rutina. Aunque no había conseguido aún ganarme su aprecio, al menos ya no me dirigía miradas venenosas cada vez que nos cruzábamos.
Algunas tardes, Francine se unía a nosotras y observaba las clases con una sonrisa mientras se dedicaba a su labor de costura.
En unas semanas, aprendí a caminar con la elegancia de una dama, cómo dirigirme a alguien de acuerdo a su rango, los modales básicos en la mesa, así como qué cubiertos utilizar, entre otras cosas. Lo más difícil para mí fue cuando Lisette intentó enseñarme a bailar. Acabé pisándole sus pequeños pies numerosas veces, cosa que la enfadaba a ella pero hacía reír a Francine.
—No pienso enseñar a alguien que tiene dos pies izquierdos —protestó Lisette, cuando ambas acabamos en el suelo por culpa de mi torpeza. Luego señaló a Francine, que se carcajeaba a la vez que se sujetaba el vientre—. Encárgate tú si tan fácil crees que es. —Se levantó del suelo con indignación y se sacudió el vestido, a pesar de que estaba en perfectas condiciones, igual que siempre.
Aquello puso fin a mis clases de baile. Solo debía procurar que el señor Auclair no quisiera bailar conmigo durante la fiesta y todo iría bien.
Pensar en él hacía que se me enrojecieran las mejillas y el corazón empezara a latirme con fuerza, aunque tampoco podía evitar que mi mente vagara hacia rincones menos agradables. Desde aquella primera vez, en los dos meses que siguieron hasta el baile apenas si me dirigió la palabra. Estaba convencida de que se había hartado de mí, de mi inexperiencia, y no quería volver a tocarme. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo no era única; había tres concubinas más a su disposición. No me necesitaba solo a mí para conseguir el heredero con magia que tanto anhelaba. No sabía por qué me molestaba tanto la idea.
Francine, intuitiva como siempre, me había asegurado que el señor Auclair era así algunas veces. Cuando estaba muy estresado con los asuntos de la bodega, se aislaba del resto de la casa.
—El año que yo llegué —me comentó— pasó dos semanas sin salir de su despacho. Le instalaron una cama allí y un sirviente le subía la comida para que no muriera de inanición.
Por eso, cuando el día antes del baile él me llamó a su dormitorio, me sorprendí. Estaba con Lisette en la biblioteca, mientras ella me enseñaba a hacer una reverencia. Ambas nos giramos hacia el criado que había traído el mensaje, pero él se marchó de allí a toda prisa cuando la otra concubina le dirigió una de sus miradas fatales.
Yo la miré, indecisa. Me había costado mucho hacer que se relajara un poco conmigo y no sabía si esto reavivaría su desprecio.
Sin embargo, ella me despidió con un gesto desdeñoso. En su cara había una mueca indescifrable, que no sabría decir si era a causa de los celos o de la molestia por haber visto interrumpida su clase. Pasar dos meses junto a ella no me había ayudado a conocerla mejor.
—Ve, no lo hagas esperar —ordenó—. Se pone de mal humor.
Y eso hice.
Antes de subir a los aposentos del señor Auclair, pasé por los aposentos de las concubinas para cambiarme de vestido y arreglarme el pelo. Quizás a él le molestaba que fuera descuidada con mi aspecto. No había tenido muchas oportunidades de ser coqueta cuando vivía en mi aldea, ni siquiera cuando me arreglaba para ir a la ermita, así que nunca había adquirido la costumbre. Y a Fabièn nunca pareció importarle.
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La concubina (El Valle #1)
FantasíaEl día de su boda, Anna es secuestrada y entregada al hijo de un rico comerciante. A partir de entonces pasa a formar parte de su corte de concubinas como una más. Nunca se ha considerado especial, pero al parecer tiene algo que la convierte en un b...