Capítulo 15

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Después de nuestro desencuentro, no volví a ver a Lisette en lo que restaba de día. Me preocupó que ni siquiera se personara en nuestra habitación para dormir, pero Francine me tranquilizó diciendo que a veces hacía esas cosas. Lisette, a mi parecer, era tan incomprensible como una tormenta de verano.

A la mañana siguiente, estaba demasiado nerviosa por el baile como para pensar en ella. Tenía el estómago reducido al tamaño de un guisante y me negué a comer nada por temor a vomitarlo.

Después del mediodía, Francine y Cora me ayudaron a ponerme el bello vestido verde que el señor Auclair me había encargado para esta ocasión especial. Mientras me recogían el cabello y lo decoraban con cintas y diminutos pasadores, me contemplé en el espejo del tocador. Hacía casi cuatro meses que me había encontrado en una situación parecida, sentada en el dormitorio de Maeve con ella preparándome para mi boda. Parecía que esos eran los recuerdos de otra persona, de otra vida. La Anna que ahora me miraba llevaba la cara maquillada, parecía más adulta y casi la habría confundido con una dama si no supiera la verdad. El regalo del señor Auclair colgaba de mi cuello, la única joya que había aceptado llevar.

—Estás nerviosa, Anna —comentó Francine. No era una pregunta.

—Nunca he ido a un baile, no sé qué voy a hacer allí —confesé—. Dudo que se parezca a las fiestas del solsticio que se celebraban en mi aldea.

Ella me dedicó una mirada indulgente y me puso las manos sobre los hombros.

—No se espera que hagas nada de otro mundo, cariño —me aseguró—. Solo enséñales esa bonita sonrisa tuya y caerán todos a tus pies.

Solté una risita nerviosa.

—Gracias, Francine. —Luego miré a Cora, que me trenzaba un mechón de pelo con aire ausente—. Y gracias, Cora.

Ella asintió apenas, sin despegar la vista de su trabajo.

Cuando un sirviente llegó a anunciar que el carruaje estaba listo, respiré hondo y me despedí de las otras concubinas antes de bajar al recibidor.

El señor Auclair estaba allí, con una elegante levita azul marino y sus rizos rubios pulcramente domesticados y sujetos con una cinta de terciopelo. Parecía un príncipe de cuento y por un momento me sentí en un sueño, como si yo también fuera una princesa que acudía al encuentro de su amado.

Sus ojos brillaron con deleite cuando me vieron aparecer. Agarró mi mano y se inclinó para depositar un beso en el dorso.

—Estás hermosa —dijo.

—También usted —respondí yo sin pensar. Luego procesé mis palabras y me ruboricé—. Atractivo, quería decir, no hermoso.

Él rio con ganas y lo miré embelesada.

—Te he entendido, Anna, no te preocupes. —Me ofreció su brazo—. Adelante, el carruaje espera.

Todavía algo azorada, agarré su antebrazo, sintiendo el calor que emanaba de su piel a través de la gruesa tela de la levita.

Pero mi breve momento de felicidad se desvaneció cuando vi que el cochero del carruaje era el mismo que me había traído aquí, el que me había mirado con tanto desprecio cuando el señor Auclair me compró.

—Señor Auclair —saludó él, haciendo una reverencia. Para mi sorpresa, se giró después hacia mí y se inclinó también—. Señorita.

¿Señorita? Miré su rostro y no vi en él la más mínima señal de que me hubiera reconocido. Al parecer, yo no era la única que había notado mi cambio estos meses. Algo parecido al orgullo se asentó en mi pecho.

La concubina (El Valle #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora