En aquellos días de invierno que siguieron, el señor Auclair me llamaba a su dormitorio casi todas las noches. Me arrojaba sobre su cama y me hacía el amor de formas que no había imaginado posibles. Yo empecé a aprender lo que le hacía disfrutar y enloquecer de placer, y él a su vez aprendió lo que me gustaba a mí. Una vez superados los nervios de las primeras veces, me dejaba llevar y alcanzaba el cielo cada vez que me hacía suya. Adoraba cuando se tumbaba de espaldas sobre la cama y yo me ponía sobre mi amo para complacerlo. Me sentía poderosa, con él a mi entera merced.
Durante aquellos días, conocí algo parecido a la felicidad, cosa que no había sentido desde que me habían arrancado de mi aldea.
Un día, el señor Auclair recibió una carta durante la cena. Tenía por costumbre que cenáramos juntos y así subir a su dormitorio después. Él hablaba de sus negocios y yo le escuchaba con atención, a pesar de que no entendía nada. Solo me gustaba verlo hablar tan apasionadamente sobre algo.
Cuando abrió el sobre y sacó la carta, su cara cambió. Su gesto relajado se convirtió en una seria angustia. La leyó por encima y la dejó sobre la mesa.
—¿Ocurre algo, señor? —pregunté.
—Es mi hermano.
Eso me dejó anonadada. Ni siquiera sabía que tuviera hermanos; llevaba casi cinco meses en esta casa y no habían dado señales de vida.
—No nos llevamos bien —aclaró, al darse cuenta de mi confusión—. Él decidió marcharse a la capital hace muchos años y no he vuelto a verlo salvo en contadas ocasiones. La que me escribe es su esposa. Según parece se metió en una pelea el otro día y lo han dejado medio muerto. No tienen dinero para pagar un médico y me pide ayuda.
—Lo lamento, señor.
Él se encogió de hombros. Yo aún no lo conocía bien, pero sí lo bastante como para saber que fingía desinterés. Su entrecejo estaba fruncido por la preocupación y no probó bocado el resto de la cena. No me sorprendió cuando llamó a uno de los sirvientes y le pidió que preparara su carruaje para viajar a la capital.
—¿Es seguro, señor? —pregunté—. Lleva días nevando sin parar.
—No estamos lejos de la capital, solo unos cuantos días de viaje —repuso él para tranquilizarme, aunque no lo logró.
Partió de madrugada en lugar de esperar al amanecer. La situación de su hermano debía ser muy grave si no le importaba arriesgarse a quedar atrapado en la tormenta de nieve.
Dormí sola por primera vez en días, aunque la mayor parte de la noche estuve dando vueltas en mi cama, inquieta, pensando en toda clase de desgracias que podían ocurrirle por el camino.
Me desperté sintiéndome enferma. A pesar de que no quería salir de la cama, me obligué a hacerlo. Iba a volverme loca si seguía allí mucho más tiempo.
Nada más poner un pie en el suelo, una náusea me hizo doblarme por la mitad. No había comido nada desde la cena anterior y no llegué a vomitar. Francine, que estaba también despierta, se acercó a mí corriendo, preocupada. Me tocó la frente y las mejillas con cuidado, como si creyera que fuera a romperme.
—Anna, ¿te encuentras bien? Estás muy pálida.
Asentí, aunque ni siquiera a mí me pareció convincente.
—Es un mareo, nada más. Solo necesito tomar un poco el aire —dije—. Me estoy volviendo loca de pasar tantos días aquí encerrada.
Francine se acercó a una de las ventanas, descorrió las cortinas y silbó al mirar fuera.
—Estamos de suerte. Parece que la tormenta de nieve ha amainado. Abrígate antes de salir, ¿de acuerdo?
Le sonreí sin mucho ánimo y escogí un vestido de lana gruesa de mi armario. No quería decirle a Francine lo preocupada que estaba por el señor Auclair y que eso no me había dejado dormir; yo misma me sentía estúpida al pensar en ello.
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La concubina (El Valle #1)
FantasyEl día de su boda, Anna es secuestrada y entregada al hijo de un rico comerciante. A partir de entonces pasa a formar parte de su corte de concubinas como una más. Nunca se ha considerado especial, pero al parecer tiene algo que la convierte en un b...