Capítulo 23

1.6K 122 67
                                    

Una niña. Mía. Mi hija.

La acuné entre mis brazos, cansada como estaba, hasta que dejó de llorar. Estaba sucia y arrugada, pero me pareció la criatura más perfecta que había visto jamás.

Ni siquiera me di cuenta de que no brillaba hasta horas después.

«Es una niña, no tiene que irse, es una niña», me recordé, luchando contra el pánico que no me dejaba respirar.

Lisette se quedó junto a mí incluso después de echar a los sirvientes y asegurarse de que la pequeña y yo estuviéramos limpias y cómodas. Si seguía enfadada conmigo por nuestra discusión, no se le notaba.

—¿Cómo se llama? —preguntó, pasando con suavidad los dedos por mi pelo enredado.

—Camille —respondí. Besé la cabecita de mi hija y me quedé un rato sintiéndola respirar—. Es perfecta, ¿no te parece?

Lisette se limitó a dirigirme una sonrisa cansada y algo triste.

—Lo es.

Me hizo prometer que la llamaría si notaba que algo iba mal y después me dejó sola para que durmiera un poco.

Los días que siguieron trascurrieron como en un sueño. Poco a poco me fui acostumbrando a Camille, a la idea de tenerla a mi lado.

Estaba sana y tenía unos buenos pulmones de los que no dudaba en hacer uso, para desgracia de todos los que intentábamos dormir cerca de ella. Podía pasarme horas mirándola embobada, solo viendo su pequeño pecho subir y bajar con cada respiración. Cada vez que pensaba en ella, me invadía un amor inmenso que antes de ese momento nunca había conocido.

No podía esperar a que el señor Auclair volviera de la capital y la conociera. Solo él sería capaz de compartir mi amor por aquello tan perfecto que habíamos creado entre ambos, tanto si tenía magia como si no. Quizá era mejor así, que ella fuera una niña normal. Nunca tendría que pasar por lo mismo que yo.

Tampoco debía temer que se convirtiera en un monstruo, como yo misma lo era.

El día que Camille cumplía dos semanas, el señor Auclair volvió de su viaje casi cuando pasaba de la medianoche. Había dejado a la niña arriba en su cuna, dormida, y lo esperé en el mismo sitio desde el que lo había visto partir, con una gran sonrisa en la cara. Estaba deseando ver su reacción cuando se diera cuenta de que mi barriga había desaparecido.

Lo vi bajar del carruaje, con los hombros hundidos y el cansancio dibujado en todo su rostro. Me sentí mal por estar tan contenta. No podía olvidar que volvía del funeral de su hermano, al que había perdido sin poder hacer las paces.

—Señor —lo saludé, levantando una mano con timidez.

Él miró hacia mí, pero parecía que no me viera realmente.

—¿Anna? —preguntó, quizá sorprendido de que hubiera acudido a recibirlo tan tarde. Luego me observó de arriba abajo, deteniéndose en mi cintura casi recuperada y subiendo hasta mis ojos al final—. ¿El bebé?

Sonreí.

—Nació hace dos semanas —respondí—. Es una niña sana y preciosa.

Su boca se torció en una sonrisa tensa.

—¿Por qué nadie me ha avisado? De haberlo sabido, habría regresado antes. No tendrías que haber estado sola. —Entró en la casa y yo lo seguí—. ¿La ha visto el doctor Vandame?

—No, Lisette se ocupó de todo —declaré, orgullosa.

El señor Auclair dejó de caminar y me puso las manos sobre los hombros.

La concubina (El Valle #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora