Capítulo 12

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Desperté en la cama del señor Auclair un tiempo después. No sabía qué hora era pero había dejado de llover y fuera estaba oscuro. Me senté en la cama, notándome dolorida y desorientada. Enrojecí cuando recordé lo que había pasado y cubrí mi cuerpo desnudo con la sábana. Estaba sola en la habitación, pero el otro lado de la cama estaba caliente. Él había estado ahí no hacía mucho.

Me sentía diferente de una forma que no podía explicar, como pudiera dividir mi vida en dos a partir de este momento. La Anna de antes y la Anna nueva. La niña y la mujer. La hija del cazador y la concubina. Reconciliar esas dos personas iba a ser difícil para mí.

Me levanté y me puse mi vestido de muselina, que había dejado en la rejilla de la chimenea para que se secara. Aún estaba un poco húmedo, pero no me importó; pensaba ir directa a los aposentos de las concubinas y prepararme un baño caliente, daba igual que fuera de madrugada.

Antes de salir de que pudiera salir de la habitación, el señor Auclair entró de nuevo. Se había vestido y su aspecto era impoluto como si nada hubiera pasado.

—Anna —dijo, y se acercó a mí con una sonrisa tierna—. No he querido despertarte para cenar. Todavía queda algo de comida si te apetece. Puedo llamar a algún sirviente para que te la suba.

Negué con la cabeza.

—Estoy bien —murmuré—. No sabía qué hora era.

—Puedes quedarte aquí, si quieres —propuso el señor Auclair, señalando su cama con un gesto—. A pasar la noche. No tienes que volver a tu habitación.

Pero volví a sacudir la cabeza. Estaba jugando a un juego peligroso. No podía permitirme salir de mi papel de concubina, dormir con él como si fuera su esposa. Tenía la sensación de que solo podía acabar con el corazón destrozado.

—Es mejor que vaya con las demás. No quiero que Francine se preocupe.

—De acuerdo —cedió él.

Salí corriendo antes de poder arrepentirme. Había sirvientes en el pasillo, cerrando las cortinas y preparando la casa para la fría noche. Ninguno de ellos me miró de forma extraña al verme salir de la habitación del amo. Debía ser una escena a la que estaban habituados. Era raro caminar entre ellos sintiéndome tan diferente y que nadie más se diera cuenta de eso. Era un sentimiento egoísta, lo sabía, pero necesitaba que alguien me viera.

Pasé a por algo de comer antes de subir a nuestros aposentos, a pesar de que no estaba hambrienta en lo más mínimo. Loïc ya parecía haberse marchado ya a casa, así que la cocina estaba silenciosa y ordenada, desprovista de la luz, los olores deliciosos y el calor que parecía llenarla siempre. Decidí subir a la habitación el tarro de galletas y puse agua a hervir para bajar más tarde a por una taza de té.

Las chicas estaban en la sala común cuando yo entré. Francine estaba sentada en el suelo junto a las niñas, contándoles una historia; Cora cosía un pequeño desgarro en una enagua y Lisette leía en un rincón. De ellas, solo Francine levantó la vista cuando me vio llegar.

—Buenas noches, Anna —saludó, sonriendo—. Estábamos preocupadas por ti. No has venido a cenar.

Había una nota extraña en su voz, cierta tensión. Supe, sin necesidad de que me lo dijera, que sospechaba dónde había estado y qué había hecho. Por algún motivo, sentí una profunda vergüenza. Avancé a toda prisa hasta una butaca en una esquina apartada y me senté allí a comer las galletas. Lisette levantó la vista hacia mí y arrugó su bonita nariz. Tensé los hombros, preparándome para lo que fuera a decirme. Si Francine lo sabía, probablemente Lisette también.

—No lo llenes todo de migas —espetó, y volvió a centrarse en su libro.

Cuando me di cuenta de que eso era todo lo que iba a decir, suspiré aliviada y extendí la falda del vestido para evitar que algún trocito de galleta cayera sobre el terciopelo de la butaca.

La concubina (El Valle #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora