No supe si fue con la ayuda de Lisette o no, pero Cora estaba dormida cuando se llevaron al bebé. Cuando despertó, el señor Auclair estaba allí para prometerle que el niño estaría a salvo, que le buscaría una buena familia, pero nada de eso sirvió para consolarla. Ella lloró y gritó durante el resto del día y parte de la noche, hasta que cayó rendida de puro agotamiento. Francine no se separó de su lado en todo momento. Lisette, tal vez porque se sentía culpable o porque no estaba de humor para aguantarlo, no apareció por nuestros aposentos en dos días.
La tarea de cuidar de las niñas recayó en mí. Era agotador y no estaba segura de gustarles demasiado, pero acabé acostumbrándome a ellas y ellas a mí. Aprendí a distinguirlas por fin: Sophie tenía los ojos azules, igual que Cora; los de Inès eran grises como un día de tormenta. También sus personalidades eran muy diferentes, siendo Inès más extrovertida y risueña que su hermana.
Las cosas en la casa volvieron a la normalidad al transcurrir la primera semana. Lisette aparecía a dormir y se marchaba durante todo el día, dedicándome miradas venenosas si tenía la mala suerte de cruzarme con ella. Cora abandonó el refugio de la guardería y volvió a ocuparse de las niñas. Francine retomó sus tareas de costura y sus intentos de animarnos a todas con más énfasis que nunca.
El otoño trajo consigo fuertes lluvias que limitaron mis paseos por los viñedos. Me preguntaba si todos estarían bien en mi aldea, si Fabièn y sus hermanos estaban consiguiendo buenos precios por la leña que habían recolectado durante todo el verano, si Maeve había terminado la temporada social con una buena propuesta de matrimonio, si mi padre había obtenido suficiente dinero vendiendo las presas para aprovisionarse para el invierno, si había alguien cuidando de él.
Algunas noches lloraba en silencio para no molestar a mis compañeras de habitación. Me sentía sola e impotente, atrapada en una situación que no podía controlar. Echaba de menos incluso a mi madre, que había muerto cuando yo tenía seis años y en la que no había pensado desde hacía tiempo.
Una tarde de lluvia, sin poder aguantar ni un segundo más atrapada en la casa, salí al porche bajo la lluvia. Me quedé quieta sintiendo el agua empaparme el pelo y la piel. Un rayo brilló a lo lejos y esperé al trueno para gritar. Lloré, dejando que mis lágrimas se mezclasen con las gotas de lluvia, queriendo fundirme yo también con ellas, convertirme en la tormenta.
—Es hermoso, ¿no es así?
Me di la vuelta, sobresaltada. El señor Auclair estaba en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho. No parecía enfadado, ni siquiera sorprendido, de verme fuera, gritando y llorando bajo la lluvia como una demente. Si acaso un poco curioso.
No dije nada. Repentinamente fui consciente del frío, de la incómoda humedad, de la forma en la que el vestido de muselina empapado se me pegaba a la piel. La magia se había roto.
—¿Por qué no pasas, Anna? —El señor Auclair extendió una mano hacia mí—. Vamos a buscarte algo de ropa seca y una chimenea donde puedas secarte antes de que te resfríes.
Avergonzada, asentí con la cabeza casi imperceptiblemente y entré en la casa, sin aceptar la mano amiga que él me ofrecía. No quería mojar su impecable traje. No quería tocarlo y sentir cosas que no debía sentir.
Sin embargo, él caminó detrás de mí y me apoyó una mano en la parte baja de la espalda.
—Ven por aquí, mi habitación es la que queda más cerca —susurró, muy cerca de mi oreja.
Me estremecí por el contraste de su aliento cálido contra mi piel helada. Noté una leve vacilación en su tacto, una invitación a negarme si así lo deseaba. Pero no lo hice. No pude hacerlo.
ESTÁS LEYENDO
La concubina (El Valle #1)
FantasyEl día de su boda, Anna es secuestrada y entregada al hijo de un rico comerciante. A partir de entonces pasa a formar parte de su corte de concubinas como una más. Nunca se ha considerado especial, pero al parecer tiene algo que la convierte en un b...