Capítulo 7

1.9K 131 23
                                    

Cuando me recuperé de la sorpresa, me apresuré a cumplir las órdenes del señor Auclair. Dejé de nuevo a Loïc a cargo de las niñas y subí a nuestros aposentos. Lisette y Francine seguían en el baño, aunque ya no se escuchaba nada.

Entré a la habitación que compartíamos y busqué en mi armario uno de los vestidos que la modista había cosido para mí, de color azul claro y los bajos ribeteados con hilo dorado. De todos los que me habían dado, más de los que había poseído en toda mi vida, era el único que no podía ajustarse en la cintura para acomodarlos cuando me quedara embarazada.

Siempre había querido formar una gran familia, pero mis sueños incluían un esposo que me quisiera y una casa a la que llamar hogar. Ahora mismo no tenía ninguna de esas dos cosas, así que no me sentía cómoda con la idea de ser madre en un futuro cercano.

Al terminar de vestirme, me pregunté si debía avisar a alguna de las chicas de a dónde iba. No pensaba estar fuera mucho tiempo, pero no quería que creyeran que me había fugado o perdido en los viñedos que rodeaban la mansión. Sin embargo, ninguna de ellas andaba cerca y en teoría era el señor Auclair el que me había mandado a llamar; no podía meterme en líos por eso.

Bajé de nuevo hasta la cocina y salí a la parte central de la casa. Francine me había explicado que antes ese ala servía como dependencias para los criados, pero lo convirtieron en las habitaciones de las concubinas por orden del padre del actual señor Auclair. Casi todas las casas con concubinas tenían una distribución similar; nos querían lejos de la vida de la familia, pero cerca a la vez, como un recordatorio de que éramos necesarias pero estábamos muy por debajo de su rango. Por eso no podía evitar sentirme como una intrusa cada vez que entraba en las lujosas estancias de la mansión Auclair. Creía que en cualquier momento alguien se daría cuenta de que yo no pertenecía a ese lugar y me mandaría de vuelta a las dependencias de las concubinas.

Cuando me encontré delante de la habitación del señor Auclair, otro nerviosismo muy distinto sustituyó a ese. Podía ser ingenua, pero ahora que sabía cuál era mi deber en aquella casa, tenía muy claro lo que esperaban de mí. Hasta entonces había conseguido evitar mi deber, aunque era consciente de que tarde o temprano ocurriría. Respiré profundamente dos veces y llamé a la puerta.

—Adelante —se escuchó al otro lado. La voz serena del señor Auclair, con ese elegante acento aristocrático, era inconfundible.

Entré antes de poder arrepentirme y salir corriendo.

Los aposentos del amo de la mansión no eran distintos en estilo al resto de la mansión: mucho espacio, suelos alfombrados y techos altos con grandes ventanas. Él estaba sentado en una butaca frente a una chimenea encendida. En una mesita baja cerca de sus pies había una jarra y una copa vacía. Entre sus dedos sostenía la copa gemela, que estaba llena de vino.

—Anna —me saludó, dedicándome una sonrisa casi perezosa—. Ven, por favor.

Me tragué mi temor y me acerqué a su lado. Él me señaló con un gesto la jarra de vino, ofreciéndome, pero sacudí la cabeza. Se inclinó hacia delante y dejó su propia copa.

—¿Hay algo que necesites para estar más cómoda? —quiso saber. La intensidad de su mirada hizo que me sintiera desnuda una vez más, a pesar de que en esta ocasión llevaba un modesto vestido y no un fino camisón.

—No, amo —respondí.

Sonrió de nuevo, con más afabilidad. Agarró mi mano y tiró de mí para que me acercara más. No opuse resistencia cuando me guio entre sus piernas. Notaba la piel caliente de sus muslos a ambos lados de mi cuerpo, como si no hubiera varias capas de tela entre nosotros. Me estremecí.

La concubina (El Valle #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora