13. TRETTEN

491 43 3
                                    

Mis párpados me pesaban, apenas y podía abrirlos.


Un olor a azufre y amoníaco entraba por mis fosas nasales. Sentía que en cualquier momento, cuando menos lo esperara, mis pulmones colapsarían.

—¡Arriba, ya!

Una voz grotesca hizo que me levantara y mirara a mi alrededor. Estaba en lo que parecía una pequeña habitación de un refugio, como los que habían en la Segunda Guerra Mundial. No había nadie más conmigo, pero podía oír miles de gritos y llantos, todos de niños.

Lo que más me aterraba era que no sabía cómo había llegado hasta ahí.

Delante de mí había una puerta, nada de ventanas, una segunda puerta y una alfombra en la que, al parecer, había dormido. Me dirigí a la puerta, que al final era lo más parecido a un baño, que solo constaba de un pequeño retrete, un espejo y la bañera. No había lavamanos.

Decidí mojarme un poco la cara para orientarme, tratar de recordar cómo llegué hasta ahí. Ni siquiera recordaba mi nombre.

—Tú. —La voz hizo que sacara mi cabeza por la puerta del baño y mirara hacia la puerta principal. Era un hombre, podía tener unos treinta años y sus ojos brillaban cual vela—. Mi señor quiere verte.

No quise saber las consecuencias, así que simplemente lo seguí.

Apenas salí de esa pequeña habitación, note lo desierto que se encontraba el lugar. Si era así, ¿de donde provenían todos esos gritos de personas sufriendo? Quería averiguar más, necesitaba hacerlo.

Me llevó por una serie de pasillos, bajamos miles de escaleras y el lugar parecía ser interminable. Al final, se detuvo frente a una puerta la cual parecía pesada e indestructible.

—Si intentas huir otra vez... —me advirtió el hombre tornando sus dedos, y por como me ardió el hombro supuse que no había sido mi primera vez ahí abajo.

Cuando la puerta se abrió, el calor que hacía adentro era increíble, parecía como si estuviéramos en un horno gigante. Había miles de tarros llenos de sustancias raras, agujas, intravenosas, sierras y más objetos raros de los que pudiera imaginar.

En una mesa había otro hombre. Podía ser mayor que el otro, tenía la piel algo azulada y sus ojos eran amarillos, orejas de punta y cabello claro. Al instante que la puerta se cerró a mis espaldas, él alzó la vista.

—Ah, número siete dos cero, es tan bueno tenerte aquí de nuevo. Nos divertiremos tanto como todas las veces anteriores. Max, ¿por qué no lo sientes? Estamos retrasados.

El primer hombre, Max, me tomó de los hombros y me obligó a sentarme en una silla. Luché un poco hasta que me ató las muñecas y tobillos, con los dientes apretados mire con rabia al otro hombre. Antes de que pudiera gritar o si quiera patalear, me puso un protector bucal.

—Oh, tranquilo, te dolerá tanto como la última vez.

En cuanto dijo eso, me inyectó algo que no pude identificar y sentí como mi cabeza de freia. Podía sentir como cada nervio, cada célula, cada tejido y hueso de mi cuerpo gritaba de dolor. No conté las veces que me inyectó esa extraña cosa, pero se que cada una de esas veces me desmayaba y me despertaban con choques eléctricos directos a mi cerebro.

Dolía y mucho.

—Es increíble cómo ha evolucionado y soporta el dolor —murmuró el hombre de piel azulada mientras anotaba lo que decía en una libreta—. Cada vez que experimentamos, a las pocas horas olvida todo. Físicamente, todos sus órganos están bien. Psicológicamente...diría que tiene, algo que en la medicina llamamos, fuga disociativa.

Paraíso (Celestial 2#) ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora