55

943 118 17
                                    


Cuatro años cambian a las personas, especialmente me cambiaron a mí, porque cuando yo volví de Europa no me acordaba de ti.

Lo siento, pero es la verdad. Yo acababa de hacer una exposición de mis pinturas, allá en Florencia, y planeaba quedarme a vivir allí como un nómada, de apartamento en apartamento, pintando paisajes y desconocidos, incluso llegué a hacer un par de amigos, como el viejo de ochenta años que me servía café todas las mañanas y me contaba una anécdota distinta para él, pero igual para mí.

Pero mis padres me pidieron que volviera, aunque sea por un tiempo, para "ponernos al día", como si enviar a tu hijo a un "destierro" por cuatro años era un pecado excusable.

A dónde vengo, querida, es que tu esposo, Enrique Rio, me conocía y yo lo conocía a él de cuando yo tenía quince y el diecisiete. Él vio mi trabajo y me invitó a una cena en tu casa para que viera las paredes en donde quería colgar mis pinturas, él dijo que yo, como artista, sabría qué sería lo mejor, y como te dije, no me recordaba de ti, así que accedí a ir.

Tú sabes cómo son los oligarcas, que nos damos en que amamos el arte y que colgaríamos una pintura en la pared creyendo que sentimos lo que el pintor, y que somos finos y cultos. Yo estaba trabajando en hacer mi propio patrimonio, en no depender de la fortuna de mis padres que había crecido mientras yo estaba en Europa. Te repito: accedí a ir por esas razones, porque yo no me recordaba de ti.

Pero entonces yo te vi, y fue como si todo volviera bruscamente y me chocara de frente, golpeándome en el pecho y dejando una herida sangrante: Enrique tenía la mano en tu cintura mientras con la otra bebía de su copa de vino tinto. Tú sonreías, me dolió, me dolió, ¿acaso era yo él único roto ahí?, ¿él que se había vuelto loco, dejado su carrera empresarial y convertido en un pintor por un amor que lo destruyó?

Bueno, no hablemos de eso, no me cojas pena, que yo amo pintar, prefiero andar con pantalones anchos marrones y camisas con breteles, el cabello así, como un desahuciado... ahora hablemos de que yo no era el único invitado, tu esposo Enrique había invitado a otras personas, y yo le dije que podía volver en otro momento a ver las paredes de tu hogar. La excusa no sería que no podía soportar tu presencia, sino que como artista necesitaba soledad para decidir, que ya había visto las paredes (en realidad a ti, solo te había visto a ti), y que iba a decidir cuál era la más indicada (si llevarte de allí).

Me metí por el césped, dirigido hacia el parqueo de tu casa, y tú me seguiste, y me llamaste—: ¡Tim, Tim!

Yo seguí caminando hasta mi jeep.

—¡Tim! —Me voceaste, antes de que me subiera.

—Dime. —Me volteé.

—¿Cuándo volviste?

—Hace unas semanas.

—¿Y te ibas a ir sin decirme hola?

Hizo un gesto con la cabeza.

—No quería interrumpir a la señora y su esposo.

Sonreíste vagamente, te acercaste a mí, demasiado, señora casada.

—¿Cómo te ha tratado la vida?

—Bien. Supongo. —Yo dije, entre resentido y triste.

Asentiste.

—¿Y ya tienes novia, te casaste?

—No me he casado, pero novias he tenido.

Cruzaste los brazos.

—Te dejas la barba. —Te balanceaste sobre tus pies—. Ya no pareces un niño.

—Tú sigues pareciendo una niña. —Yo dije. Ambos éramos jóvenes de veintitrés en ese tiempo, ahora éramos de veintisiete, yo no sé de qué rayos hablábamos.

Te quedaste en silencio.

—¿Te sigue gustando el jardinero?

Bajaste la mirada, avergonzada, lo siento, no te quise humillar, no quise restregar en tu cara mi baja moral por atreverme a meter en tus asuntos personales

—Mely tiene tus ojos azules, y las personas no entienden, porque si mis ojos son negros y los de Enrique son grises, ¿por qué los suyos son azules...?

No dejé que terminaras, tus labios me marearon, agarré tu cintura, Isabela, tú una mujer casada, y te besé.


En la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora